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31 agosto 2009

reencuentro

por Marichuy

Después de aquel último pleito, cuando salí de tu departamento dolida, furiosa y azotando con todas mis fuerzas tu preciosa puerta de cedro rojo, esperaba que llegara el momento propicio para buscarte y explicarte las cosas; esas cosas que se me quedaron dentro, porque tú ya no quisiste escucharme. Era necesario que el tiempo pasara e hiciera su trabajo, para curarme de ese dolor. Estaba convencida de que una vez aliviada, podría verte y hablarte sin que la emoción me traicionara; con la certeza de que esta vez tú no me interrumpirías, como tantas veces lo hiciste, con tu recurrente argumento de que  la cama es el mejor sitio para dirimir diferencias, pues hablar resulta, la mayoría de las veces, una pérdida de tiempo y ese es un bien demasiado preciado para ti. Pero el momento nunca llegó o yo no supe buscarlo, a estas alturas da igual; no lo hubo y yo me quedé con mis pretendidas aclaraciones, perfectamente ensayadas... bien guardadas y he llegado a pensar que se quedarán para siempre ahí, en el remoto lugar de mi memoria donde almaceno los recuerdos dolorosos que se niegan a abandonarme. 

Por ello, encontrarte en ese bar al que ni yo misma tenía planeado acudir, era lo último que esperaba; pero el azar y la insistencia de mis amigos, me condujeron a ese insospechado encuentro contigo. Y mira lo que son las cosas, tanto desear verte y a la hora de la hora, distraída como soy, ni siquiera me había percatado de tu presencia, casi al lado nuestro; sólo hasta que Adriana, que no conoce la sutileza, me dio tremendo pellizco, fue que te vi y claro, para no ser menos que mi amiga, respondí volteando hacia tu mesa sin el menor disimulo, justo cuando tu mirabas a la nuestra. Las luces difusas no me permitieron apreciar con claridad tu primera reacción, aún así, pude adivinar, más que ver, la sorpresa revelada en tus ojos, quizá preguntándote -al igual que yo- por qué de todos los bares de la ciudad, tenía que ir precisamente a ese. Lástima que fuera un bar de jazz y no de tango, pensé, habría sido un buen toque tener de fondo musical Los mareados.


Los adioses y los finales a nadie gustan; no soy la excepción, pero esa noche descubrí que menos aún, me gustan los reencuentros. Volverte a ver fue extraño en más de un sentido. Contrario a lo que hubiera imaginado, fue tu actitud y no la mía, lo que me llenó de desconcierto. No creí que con el orgullo que te caracteriza, tendrías el desparpajo de acercarte a saludarme. En el fondo, habría sido preferible que no lo hicieras; si tu proverbial ecuanimidad nunca me gustó como ingrediente en nuestra relación, verte frente a mí, sonriendo y mirándome con ese toque de complicidad propio de quienes han pasado juntos la noche anterior, fue peor que si me hubieras ignorado. Más aún, cuando, sin perder tu sonrisa de catálogo, tuviste el aplomo para preguntarme quién era ese imbécil que estaba sentado a mi izquierda. Qué ganas de contestarte que era tu sustituto y que de imbécil no tenía nada; pero no pude mentir, así que me limité a contestarte alguna tontera acorde con tu insolencia.

No me gustó ese reencuentro, pero al mismo tiempo, me sirvió para aceptar que fue por alguna buena razón, que el anhelado momento en que yo me atrevería a buscarte para esclarecer las cosas, nunca llegó. De sólo imaginarme la escena, conmigo tratando de hacerte entender que ni tus celos ni tus dudas habían tenido razón de ser, en tanto tú estarías mirándome como solías hacerlo cuando lo que me escuchabas decir no te gustaba, fingiéndote ecuánime, empecinado en tu negativa a creerme y callado, exasperantemente callado... doy gracias a la providencia, al azar o lo que haya sido que lo impidió. Bien sé que en el fondo deseaba esa entrevista aclaratoria, más por mí que por ti; por alguna razón, quizá la soberbia o algún romanticismo estúpido e infantil, sigue doliéndome haber quedado como la traidora de esa mala película en que acabó convirtiéndose lo nuestro. Una ironía más, mi manía de ver todo como en el plano de una película, mi deformación cinematográfica que a menudo me conduce a enfocar los hechos de mi vida desde la óptica fílmica, acabó volviéndose en mi contra: nuestro amor -de alguna forma tengo que llamarlo- al final sólo fue como un film sin género definido, a medio camino entre el cine erótico y el melodrama semi-lacrimógeno, aunque en él... la única que llorara (y hablara) fuera yo. 

Terminar de mala manera y dejando más de un equívoco sin aclarar, ha sido difícil de superar; te he escrito como una docena de cartas intentando diversas explicaciones, cartas que por supuesto jamás te enviaré. Para qué, si nunca te gustaron las cartas; decías que hacerlas era una costumbre tan anticuada como inútil, buena para el siglo XIX, pero no para el actual. Quién tiene tiempo de leer cartas, solías completar. Tú no, desde luego. Por eso no te escribiré ni una más y por eso, acabo de aceptar que ya no requiero aclaración o vindicación alguna; habré de acostumbrarme a mi nuevo papel de la mala de la pelicula, ya estuvo bien de sufridas lloronas.
 MJ

27 agosto 2009

Eugenia va a venir por mí

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Por MauVenom
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Tras cerrar la puerta de la casa Cecilia caminó hacia las escaleras para subir a su cuarto, al pasar junto a la estancia vio sentado en la sala al viejo Enrique con la mirada perdida, como siempre.
-Abuelo, ¿estás bien?.
El hombre sonrió. -Estoy esperando llamada de Eugenia.
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A Cecilia le intrigaba cómo sería la vida cuando la energía y la ilusión del futuro se van. Caminaba por la universidad sabiéndose observada y por momentos sentía tal satisfacción de ser ella misma que no concebía el perder la seguridad de un porvenir. Ya entonces era una mujer sola, se sentaba en los jardines del campus a tomar café y abandonando el libro en turno pasaba su dedo por el borde del vaso desechable haciendo círculos que imaginaba eran la órbita de su vida, sin embargo aquella tranquilidad menguaba y la juventud no era suficiente para vencer el ahogo que su casa le hacía sentir.
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A la hora de la cena Cecilia solía leer una revista mientras picaba el plato. Enrique apenas probaba bocado constantemente distraído por cualquier cosa. Guillermo perdía la paciencia con él y golpeaba sobre la mesa exigiéndole que hiciera un esfuerzo por concentrarse.
-No le grites papá, déjalo en paz. –La joven enfrentaba a su padre tratando de defender a su abuelo.
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Muchas noches al tratar de dormir Cecilia enumeraba pedazos de pasado; su madre ocupando los recuerdos de infancia, sitios y gente que nunca volvió a ver, ayeres que heredaron un presente impreciso y la hicieron cuestionarse si la soledad acaba un día o se extiende para siempre. Pensaba en su padre como un misterio habitual; qué tanto habría tenido que pasar dentro de aquel viudo para arrinconarlo detrás de esos ojos reservados, después aparecía el otro confinado de la familia, el octogenario condenado a flotar eternamente, desterrado del mundo por un suelo ahora desconocido.
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Cecilia encontró alboroto en una calle cercana a su casa, vio a un vecino discutiendo con Enrique quien habría logrado burlar la puerta que dejaban cerrada para evitar que escapara, el hombre trataba desesperado de convencer al anciano de volver a su domicilio pero éste se negaba rotundo, la joven llegó hasta el viejo lo tomó del brazo y lo guió de regreso.
-Abuelo qué vamos a hacer, qué hacías en la calle.
Él ya sentado en la sala miraba desesperado hacia todos lados hasta que su nieta tomó el teléfono y lo puso junto a él para tranquilizarlo.
-Eugenia me va a hablar.
Cecilia lo miró con preocupación.
-Abuelo te van a encerrar... yo no quiero eso pero sí mi padre decide hacerlo no lo voy a poder impedir.
-¿Tú trabajas aquí, niña?.
-Peor que eso... vivo aquí.
-Eugenia es mi esposa... me va a hablar por teléfono.
-Algún día voy a volver a tener una conversación contigo en la que sienta que me entiendes, de alguna forma tendrás oídos para mí.
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Ella pensaba que era mejor salir a encontrar el futuro antes de que éste olvidara entregarle su parte, no quería que las circunstancias llegaran en una morada de pretéritos que se harían viejos todos en un día, se emocionaba imaginando la oferta del mundo y ansiaba el porvenir de la chica que se graduaría de adulto en jornadas de desencanto y voluntad. Saldría dejando la puerta abierta para que un destino renovado pudiera violentar el tiempo detenido en esa casa.
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-¿Por qué no quieres andar conmigo?.
-Ya te dije, estoy harta de lidiar con hombres, no quiero un tercero.
-Tu papá y tu abuelo son otra cosa, nada tiene que ver.
-No me dejan ser libre... no te voy a dar ese poder a ti también... quizá algún día.
-Ese día ya no voy a estar.
-Yo tampoco.
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Eduardo ya no se acercaba, sonreía si era necesario pero volteaba la cara hacia donde no topara con rechazo, Cecilia lo veía y le gustaba, se daba permiso de imaginarse junto a él pero sus prioridades eran otras, su fuerza se concentraba en ser la versión irrompible de sí misma. El mundo había sido por momentos hostil pero eso era menos hiriente que la falta de color y aire que a veces inundaba su entorno, se sentía aislada pero le avergonzaba la auto compasión, era dueña de un enérgico coraje que alternaba con fragilidad, se turnaban la mujer de certero plan y la niña a la que la vida le queda grande.
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-Hombre estúpido, ya hiciste llorar a esa muchachita.
-Cállate anciano imbécil. -Guillermo perdía el control ante la intromisión de su padre que se alteraba al oírlo discutir con su nieta, ella participaba con furia insultando a su progenitor en una escena que no era inusual entonces.
-No me juzgues Cecilia; tú lo idealizas y ves en él solamente a tu abuelo pero fue un pésimo padre.
-Pues le aprendiste bien.
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Los pasados presentes y la distancia del alma nos diluyen hasta ser irreconocibles, incapaces de distinguir el fundamento de las culpas, Cecilia optó por volverse casi inexistente para los que compartían su morada y se consumía en el temor de extinguirse en ese núcleo de exclusión, no era la única, el resentimiento que a Guillermo le producía el desprecio de su hija era sólo un poco menor al hecho de que su propio padre no lo reconociera ni lo recordara. Cuando se vive mirando por la ventana el tiempo parece dictamen terminal, cadena perpetua, negamos a la historia el derecho de seguir al día siguiente, así un anciano custodiando un teléfono, una joven que ruega a la noche por cambios y un hombre maduro que observando a la gente en la calle se pregunta que mal día dejó de pertenecer. Los tres tan lejos como con un mar en medio, atentos a su trozo de semblanza.
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Ese domingo Guillermo estaba en su estudio frente a la computadora, el teléfono sonó pero no contestó seguro de que su hija lo haría, ella que se mantenía ocupada en la cocina tomó un trapo para secar sus manos y caminó hacia el aparato pero éste cesó su timbre, tras un breve silencio se empezaron a escuchar gritos provenientes de la planta alta.
-¡Eugenia!, ¡Eugenia!, ¡Eres tú, Eugenia!.
La voz del anciano sonaba con tal agitación que Cecilia no dudó en echar a correr, al llegar a la escalera se topó con su padre que también iba hacia arriba y extrañamente se sintió aliviada de verlo y no estar sola en ese momento. La puerta del cuarto del Enrique estaba cerrada con seguro.
-Dile que abra, a mí no me va a hacer caso. -Susurró Guillermo a su hija.
Ella obedeció sin resultados, con mano temblorosa tocó la puerta y cambió ruegos por órdenes sin conseguir nada. Permanecieron quietos por un momento sin querer dar el siguiente paso hasta que finalmente consiguieron la copia de la llave, con pesadez y sin mucha prisa se abrió aquella cerradura, ambos se vieron a los ojos como decidiendo quien tenía el derecho o la obligación de entrar primero.
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El cuerpo de Enrique tirado en el piso sin vida y el teléfono cerca de él. Guillermo parado a mitad del cuarto lloraba su dolor y derrota. Cecilia hincada junto a su abuelo acarició su rostro sin poder derramar una lágrima por él, miró a su padre y se sintió miserable al verlo abatido pero tampoco pudo acercarse, paralizada ante el derrumbe de las dos únicas personas en su vida, deshecha por ambos pero sintiéndose insalvablemente lejos.
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El porvenir llega y ciertos encierros subsisten para dar al futuro un eterno efecto de inconcluso. Cecilia se volvió lo que quería, dominó su paso y obtuvo resultados de la estrategia pero no averiguó como dejar atrás el vacío de aquel recinto que aún años después invadía todo espacio y la hacía ser de nuevo la jovencita que se privó de mil cosas para resistir. Cumplió, salió sin vuelta un día de lluvia queriendo que el agua deslavara el sabor amargo de cortar el cable de su vida, después de todo la libertad no fue aire fresco y más bien una agria incertidumbre, la casa que siempre pareció desierta esa tarde no lo fue tanto pues dejaba en ella a su padre de piedra volviéndose arena, aquel lugar se convirtió en lo que fue mi vida y la calle en lo que resta de ella.
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El peso de lo no resuelto viaja y se muda.
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‘Hace ocho años terminó tu espera y me pregunto si la abuela te ha devuelto la memoria. ¿Le has reclamado por qué te dejó hundido en preguntas como las que hoy te hago y no responderás?. Veo muy poco a tu hijo, eso lo sabes, nada se puede hacer, somos mundos diferentes, que raro es extrañar tanto a alguien que no toleras. Temo nunca poder llevarme con mi padre como le sucedió a él contigo, temo abuelo que la memoria me atrape en la espera por lo que dejo pendiente sin darme cuenta. Quiero pedirte algo, si ves que me quedo sola para siempre ven por mí, hazlo tú, de esa manera no tendré miedo... devuelve el favor que a ti te hicieron’.
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En otra banca de la iglesia un hombre veía como esa mujer con mirada de horizonte hablaba en voz baja y le conmovía ver sus ojos húmedos, esa imagen tan fuerte y sin rumbo al mismo tiempo era casi inentendible. Tuvo por un momento el impulso de hablarle y preguntar sus razones pero no pudo. Cuando uno se oculta el pesar priva al presente de la continuidad. Se quedó quieto observando, algo angustiado y un poco enamorado pero nada sucedió. Algo le impidió acercarse a ella… y es que él también se sintió insalvablemente lejos.
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24 agosto 2009

Visiones

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Por Pelusa
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Al mediodía,
cinco sombras al sol,
se vuelven una.
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Van por la linde
de la luz, con sus sombras,
los sacerdotes.
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En la foto: sacerdotes camino a realizar un ritual a la diosa Amaterasu -Diosa del Sol de la que emana toda luz- con ofrendas de comida, bebidas, música y recitación de poemas.

Haikus: cortesía de Jorge Braulio, profesor y artista plástico cubano dedicado al estudio de esta forma poética.

©DiariodelaPelusa.blogspot.com/2009

20 agosto 2009

Un Plan Improvisado

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Por Jolie
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Hacía algún tiempo que no nos veíamos y a contratiempo la excitación era insostenible,
recuerdo que te invité a subir, no recuerdo cómo llegamos hasta arriba, sólo unos cuántos escalones fugaces bajo mis pies, el sonido precipitado de mis zapatos a través del pasillo angosto, y la puerta entornada medio cerrándose a mis espaldas, con la luz todavía apagada en el recibidor.

Te avalanzaste sobre mi aplastándome contra la puerta que resonó en la hoquedad de la noche, tus manos me exploraban a tientas con el ansia del que corre en contra del tiempo y más allá de lo prohibido y yo recibía tus besos con avaricia, a sabiendas de que en breve me vería de nuevo privada de ellos.

Más que besarte, engullía tus gemidos, tus susurros descardos, tu respiración en acelerador y al mismo tiempo mordía con rabia tus silencios en una suerte de venganza.
A tientas, diste con el interruptor de la pared de la entrada, por suerte, la luz era ténue, la recuerdo anaranjada como un manto de tul improvisado en la intimidad de la casa.

- Aquí sólo puedes ser mío- , me repetía a mi misma.

Cada prenda mía quedaba en el suelo, secundada por una tuya, arrancada con no menos virulencia, mientras avanzábamos hacia la habitación.

- Todo menos los zapatos- .
Sabía que te gustaría oir esas palabras. Sabía (y no me equivoqué) que te encantaría que sumisa hiciese lo que más deseabas, pero con esa determinación de quién quiere llevar las riendas. Con un movimiento desafiante te empujé hacia la cama. No hablabas, sólo me mirabas absorto en una mezcla de admiración e incredulidad. Sin oponer resitencia, sin retroceder, era ahora a mi a quién le tocaba seguir el plan.

En esa noche oscura y lluviosa, de esas en que nadie debería andar por las calles por el riesgo de ser engullido por el cielo mismo, solté mis prejuicios y mi moral y me metí a la cama contigo, momentos antes la cortina de agua dificultaba mi visión a escasos metros de la calle, la bolsa y mis ganas pesaban demasiado como para garantizar que mis ejercicios de equilibrio sobre tacones por los adoquines de la calle empapada fueran seguros. Mi paragüas y mi gabardina, trataba de asirse a mi cintura en un esfuerzo heróico por no rasgarse, pues servían de bien poco en una noche como esa.

Giré la esquina y enfilé la calle chorreante de penumbra, la tormenta arreciaba y ya me quedaba poco para llegar a casa, cuando pude distinguir tu silueta bajo un farol tintineante.
El sonido de mis pasos discurriendo por la acera te sacó repentinamente de tu ensimismamiento y con un delicado ademán, te vi girar hacia mi aún en la lejanía y esbozar una sonrisa perversa de esas que le hacen perder a cualquiera un atisbo de prudencia. Aún no podía ver tus ojos cuando ya los sentía, atroces, clavados bajo mi ropa.

Me acerqué y tu rostro se dibujó nítido bajo la lluvia. Tu mirada ya se había clavado en mis pupilas, y sin censura rápidamente descendió por el resto de mi cuerpo, como dándome la más cálida de las Bienvenidas.

¿Qué haces aquí? - te pregunté y sin responder pusiste tu mano en mi cuello, te precipitaste sobre mi boca y te aferraste a ella en un beso. La mano en mi cuello ejercía una fuerza hacia ti casi innecesaria, tu otra mano desfiló en unos segundos por el interior cálido de mi gabardina y el nudo en el estómago pareció transformarse tanto que comenzó a descender unos centímetros de súbito por debajo de el.

- Sube. ¿De cuánto tiempo disponemos?, - balbuceé.
y con tu sonrisa en los ojos brillante e inconfundible tan solo te escuché decir


- Del suficiente antes de que me tenga que ir por mi mujer



17 agosto 2009

Una noche de Agosto.

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Por Jess
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He leído que en la India, mi labor es una de las más soñadas por el común denominador de las personas de bajos recursos.

Así que cuando tuve la oportunidad de conseguir este empleo, no titubeé un segundo en aceptarlo.

“El señor” es el clásico junior que tuvo la suerte de nacer en el seno de una familia rica.

Me he vuelto partícipe de todas y cada una de sus bajas pasiones.

Sé que le gusta tomar whisky en las rocas.
Sé también, que no sabe controlar el alcohol cuando está en compañía de sus amigos de farra.
Y sé que “se corta la borrachera” en un dos por tres…. Inhalando.
Sé que es déspota con la gente que tiene menos que él.
O sea, que es déspota con todo el mundo.
Sé que es verdaderamente patán con las meretrices con que se acuesta.
E igualmente ofensivo con los hombres que lleva a su habitación.

Todos lo soportan porque todos ellos, de los que se sirve, y en los que se funda su vanidad, buscan su dinero.

Incluso yo.

Pero no siempre fue así.
Tuvo un destello de humanidad hace poco.

Cuando conoció a Natalia.

Si me preguntan, la primera vez que vi a la señorita Natalia, pensé que “el señor” estaba harto de prostitutas glamorosas, rubias falsas y entalladas en satín, porque Natalia no era tan físicamente atractiva como las otras, y sonreía naturalmente a cada instante.

Y cosa rara, cuando ella sonreía, el señor, que siempre era de piedra, sonreía al unísono.

La señorita Natalia vino a esta Ciudad como representante de uno de los clientes de la empresa del señor.
Y en esas reuniones de negocios, fue cuando se conocieron.
Ella regresaba a su ciudad de origen cada lunes por la madrugada, y hacía arribo aquí, a la Ciudad capital, cada viernes por la noche.

Yo era el encargado de pasar a recogerla al aeropuerto, y llevarla en un inicio al hotel donde pasaba el fin de semana, y con el transcurso del tiempo, al pent house del señor.

Ella fue y ha sido hasta el día de hoy, la única persona que no llegó buscando la fortuna del señor, sino su compañía.

Durante el par de años que salió con Natalia, nadie más compartió la cama del señor.
Y durante ese tiempo el trato del señor hacia nosotros, sus subordinados, fue suavizándose poco a poco.

Igualmente, conforme transcurrían los fines de semana, me iba dando cuenta por qué el señor se enamoró de Natalia.

Realmente era una chica linda y natural, noble e inteligente, simpática y efusiva, nada plástica ni superficial, y al día de hoy, no sabría decir si ella era más hermosa por fuera o por dentro.

Recuerdo con tristeza, la última vez que pasé por ella al aeropuerto.

Ella parecía tan feliz, tan enajenada y reía más de lo acostumbrado.
Iba vestida de blanco, y su vestimenta contrastaba con la oscuridad de la noche.
Siempre me trató generosamente, aún cuando yo era el simple chofer del señor.

Por alguna extraña razón, esta vez no traía maletas.
Bajó del carro corriendo al ascensor, y yo me quedé lavando el exterior del vehículo esperando recibir la indicación de llevarlos a cenar a algún lado.

No pasó mucho tiempo, porque todavía no terminaba de limpiar el vehículo, cuando de reojo ví una sombra salir a la calle.

Si hubiera sabido que se trataba de ella, hubiera corrido tras de sí para suplicarle que no se fuera.

Poco tiempo después supe que el padre del señor había condicionado la transmisión del 99% de las acciones de su empresa a su hijo, si se unía en matrimonio a una mujer de alguna otra familia de renombre.

Pero si el señor se casó o no, con esa niña rica, yo nunca lo supe.

Renuncié cuando el señor volvió a ser un patán desgraciado.

Y volvió a emborracharse con whisky, encamándose con cuanto tipo o tipa se encontraba, buscando siempre llenar el vacío que había dejado Natalia.

Nunca supe tampoco qué sucedió con la señorita Natalia.

Sólo sé que partió de nuestras vidas, una noche de Agosto.

13 agosto 2009

Cada cual su vida

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Por Mara

Nunca me van a perdonar que te haya perdonado. Y es que se suponía que tú y yo debíamos amarnos. Al menos, ese parece ser el reclamo de todos aquellos que nos acompañaron en la ridícula firma de contrato. Siempre me he sentido culpable de hasta dónde llevó la farsa mi baja autoestima. Es decir, tu talento inexorable, tu candidez bien ensayada, y la novedad de tu pasado, me llevaron a crear dentro de tu endeble esqueleto, un titán de proporciones épicas. Mira ahora que vulnerable luces. .. Voy a tomar un café y regreso; no me gusta cómo me está mirando ese talentoso bailarín que se encuentra sentado en el sillón rojo.

El café aquí es horrible, aunque no creo que te importe mucho. Te decía, yo te agrandé, y me perdí en un objetivo tan claro como impalpable: Aprender de ti. Soñé con recibir los elogios que tú recibías, con admirar a todo el mundo y sobre todo, con el cariño que te era regalado a tu paso. Yo caminé junto a tí, aguantando murmullos e insinuaciones. ¿Recuerdas aquellos anónimos que me advertían que me alejara de ti? Yo sí los recuerdo, porque de lo malo es muy fácil acordarse. Al menos a mi me es fácil. Si ya sé, había quienes pensaban que tú eras demasiado bueno para mí, pero mira ahora, vamos, echa un vistazo a tu alrededor y mira que buena soy por estar aquí contigo. Menos el bailarín odioso, todos me miran casi con compasión, aunque sé que por detrás me creen imbécil por haberte perdonado y no entienden qué carajo hago aquí. ¿Ya viste a tu amigo el escritor famoso? Pues entérate: Se me insinuó varias veces mientras fui tu esposa… y ya mejor que lo sepas de una vez, me acosté con él varias veces… no llores ni hagas drama que no te va… voy a fumar un cigarro, que me pongo nerviosa de decirte estas cosas. Si ves que demoro es que el escritor salió a acosarme, pero te ofrezco que hoy, no me lo tiro, vengo en seguida.

Justo como te lo dije, ahí fue el muy perro de tu amigo, el escritor talentoso, a cuestionarme qué hago aquí. ¿Sabes qué me preguntó? Si de verdad tú y yo éramos amigos, si era verdad que nos reconciliamos y podíamos conversar. Yo no le contesté. Le eché el humo en la cara, como hacía yo cuando estábamos en la cama, y regresé. Ya me estoy arrepintiendo de haber venido… No, arrepentida tendría que haber estado aquel día que toqué a tu puerta y te dije “Yo no sé si puedo ser tu amiga, pero si sé que no puedo ser tu enemiga”, y tú lloraste como un niño, y me hablaste de lo maravillosa persona que yo era por estar ahí, y de cómo era mejor que tú por haber dado ese paso; y mientras me halagabas y yo me sentía exageradamente satisfecha, algo en mí me decía que lo que me motivó a buscarte fue más el morbo que la exaltación humana que me colgabas sin muchas razones. Yo ya sabía la confesión que tenías que hacerme, tú sabías que yo sabía, pero los dos sabíamos que para que todo quedara claro, lo tenía que oír de tu boca. Y mi morbo tuvo recompensa. Lo dijiste entre lágrimas, y yo me sentí triunfadora. Después de todo, le había cobrado a la vida todo lo que me faltó contigo. Así que no me arrepiento de ese día tampoco. Ya no voy a fumar, pero es que siento que todos me miran, voy a prender el cigarro afuera, aunque lo apague rápido, y regreso… te iba a decir que no te fueras, pero es imposible. No tardo.

Hace calor afuera, pero huele a nardos, hay muchas flores. Me he recordado de la primera vez que te fui infiel. No me sentí culpable. Llevábamos ya varias semanas viviendo como hermanitos, y a la primera oportunidad que tuve, me tiré al escritor. Ese se volvió habitual. Pero hubo otros, y como ese día que toqué, magnánima, a tu puerta, el único que se confesó fuiste tú, me siento en deuda. El pintor, claro. Ese del que me dijiste que estabas tan celoso. Fue una locura de poco tiempo, pero muy satisfactoria. Eso te lo agradezco, me ayudaste a descubrir que la clandestinidad del cuerno, tiene su encanto inexorable e irrepetible. Creo que esos son todos. Fueron y vinieron, los rotaba por temporadas para no perder la emoción. Hasta que llegó el último. Por el que te dejé. Mi pretexto final… nuestro pretexto final. Con ese sí me sentí culpable desde el primer día; sabía que te iba a desamparar por completo… pero me fui. ¿Recuerdas? Todos me odiaban, te dejé a ti, que eras tan bueno y me querías tanto… voy al baño, a echarme agua en la cara, tengo mucho calor…

Todo el camino de regreso del baño para acá, he sentido cómo me observan. Les doy un poco de asco. Creo que por estar aquí un tanto compungida. He visto al pintor en el piso de abajo, pero tampoco me lo voy a tirar, no te pongas histérico. Ha venido a verte a ti, no a mí. De hecho, creo que han venido un poco a vernos a los dos y el final del culebrón que llevamos años protagonizando. Es decir: después de que te dejé y fui tan mala, hiciste el favor de darles el giro dramático que esperaban cuando saliste del closet y me convertiste en la victima de tus "aberraciones": “Pobre, y ella que no sabía”. Yo siempre sospeché. Y sólo tú y yo sabemos las veces que usamos, o no, el colchón de la casa que compartimos. Cuando te perdoné, pasé de víctima a inmoral, por perdonar a quien me había “deshonrado”. “¿Cómo puede tratar con él, después de lo que le hizo? No tiene moral”.

No voy a llorar.

¿Por qué se te ocurre morirte después de hablar conmigo? ¿Qué hago yo parada frente al cadáver amortajado de mi ex marido? Es curioso cómo, mientras permanezco cerca del féretro, ni siquiera tus ex novios y amantes se atreven a acercarse. ¿Será que nos respetan? No. Más bien, cómo te dije al principio, no me van a perdonar nunca que te haya perdonado. Y sí, te perdoné. No sé por qué, no sé cómo, pero el rencor se diluyó muy fácil. Será porque siempre tengo presente aquella frase que repetíamos constantemente tu y yo cuando hablábamos de los demás: “Que cada cual, haga de su culo un papalote”, y reíamos a carcajadas. Mira, ahora me río sola y todos me miran. Es la hora de irme. Gracias por la experiencia. Y si… te quise alguna vez, pero nadie quiere saberlo, están tratando de averiguar, entre tú y yo, cuál de los dos es peor persona. Descansa en paz.



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10 agosto 2009

Decir verdad

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Aunque muchos invitaban a mamá a salir, su vida conmigo la aislaba de todo lo demás. Cuando llegaba acompañada a casa, la sorpresa de saber que tenía un hijo hacía que muchos se marcharan enseguida. Por eso nos sorprendió a nosotros que él se quedara.

Era un hombre gordo con voz de niño, que cada vez parecía luchar entre la naturalidad y el miedo: saludaba con timidez, pero no me gustaba darle la mano porque olía a tabaco. A pesar de todo, me caía bien porque si yo procuraba no estorbar y huía en el momento adecuado, siempre conseguía boletos para el cine o algún libro o juguete. Además, mamá me dijo que, como era maestro, no le incomodaba que yo hablara como adulto.

Me gustó que tuviera la idea de los rompecabezas, mientras más complicados mejor, porque podíamos pasar horas con ello; mamá en los quehaceres, yo en silencio y él casi sin fumar, acomodando piezas por turno: quien se equivoca, pasa. Cada vez que lográbamos armar alguna sección difícil, entre risas y toses se recompensaba con un cigarro que consumía asomado sobre mi hombro mientras yo buscaba mi siguiente pieza. Allí no había timidez; era una competencia de ingenio en que cada turno podía definir al vencedor.

Por eso no me di cuenta a tiempo de que algo andaba mal. Cuando se levantó, la tos me hizo creer que era su dosis lo que buscaba en la bolsa del pecho, hasta que vi la cajetilla y el cenicero a su derecha.

Luego vino lo peor. A pesar de la evidente incomodidad de su postura convulsa, me sonrió al caer sobre el rompecabezas casi terminado.

Mientras esperábamos la ambulancia para que lo llevara al hospital, encontré en el suelo la pieza que buscaba, y entendí al fin por qué dicen que los padrastros siempre son malvados.

"Decir verdad". Relato de Ivanius. Texto: © ChanchoPensante.com. Imagen: Wikimedia Commons.

06 agosto 2009

The eye in the sky

Por Sonia.




Vista Superior de la Torre Eiffel, Paris.

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03 agosto 2009

Casi evanescente

por Canalla
Acostumbrado a todas las variantes más o menos sutiles de su constante y usualmente discreta compañía, con una suerte de resignación al parecer familiarizada con las formas más comunes en que los sentimientos suelen aflorar y terminan por ser contradictorios ante la presencia de lo inevitable, él no hubiera podido, ni dotado con toda la fuerza de una improbable sensibilidad excepcional, percatarse a tiempo todavía de cómo ella se agigantó de golpe, hasta envolverlo por completo en los últimos años de una manera rotunda e irreversible.

La reconoció por primera vez de niño y con el sol a sus espaldas, y durante los meses posteriores se divirtió al comprobar, mientras caminaba o corría, al permanecer de pie o sentarse, extender una mano o ambos brazos, que de cualquiera de esos modos terminaba por confirmar siempre, y sincronizada con sus movimientos, la materialidad de su ser, como la mejor e irrebatible evidencia de eso que, ya grande, pudo calificar sin temor a equivocarse como su existencia, singular y reacia a ser equiparable.
De esa forma, su sola presencia le ayudaba a constatar, con mayor éxito que la más profunda meditación filosófica sobre la naturaleza de su mundo y la realidad circundante, la importancia relativa de estar vivo y consciente de ello.
Casi evanescente al mediodía de su existencia, no dejaba sin embargo un solo día sin que le pudiera pasar inadvertida su fidelidad absoluta hasta que, ya en plena madurez, él creyó entenderla por completo, como se llega a comprender a veces la sensación del aire en el rostro, la calidez del fuego en las manos, frente a su proximidad, o la apariencia firme y maciza de la tierra.
Fue entonces que la olvidó, un poco antes o después de eso, como un producto un poco involuntario también de su propio ritmo de vida, vertiginoso, seguramente de manera lamentable y quizá sin tiempo, siquiera, para algún tardío pero sincero gesto de arrepentimiento. Cuando ahora pensaba esto se sentía un traidor.
Luego se le manifestó de manera sorpresiva, como todo lo definitivo que conoció hasta entonces, cubriendo con su sola visibilidad inmediata extensiones que, aunque mentales, fueron infinitamente superiores a la suma de todos sus sueños y anhelos, a la superficie global que pudieran llegar a abarcar en un plano material sus derrotas y realizaciones juntas, como para recordarle así su inminente inexistencia, la carencia de trascendencia alguna en cualquiera de sus actos o la aglomeración de todos ellos.
Ya con los últimos rayos del sol demasiado lejanos, perdidos muy por detrás de las montañas más distantes, sonrió por algunos instantes al darse cuenta de pronto que había sido su única compañera verdadera e incondicional y que, a diferencia de otros, de quienes con cierta imprecisión no exenta de justicia pudiera decirse que vivieron a la sombra de alguien, o de algo, de él podría llegar a razonarse, si cualquiera de quienes lo conocieron se tomaba algún día el tiempo suficiente de hacerlo, que ahora moría inmerso en su propia sombra.