.
.

28 diciembre 2009

Entre mas cambian las cosas, mas siguen igual...

Por Sonia.











Fotografias de los árboles enfrente de mi ventana a lo largo de este año.


Ahora que termina el año y empieza uno nuevo quise compartir con ustedes estas fotografías que me hicieron reflexionar que aunque el tiempo pasa para nosotros, para algunas cosas es intemporal.



Con mis mejores deseos...

24 diciembre 2009

Sin deuda



Por MauVenom



El sonido del papel deslizándose bajo la puerta llamó la atención de Alma, se acercó para descubrir un librillo brillante con una “M” clásica en la portada, lo había olvidado, algo antes tan esperado pasaba casi inadvertido; el Catálogo de Melancolía edición fin de año, lo tomó con el cuidado que se tiene a las cosas alguna vez importantes y lo llevó a la mesa para hojearlo. 365 Imágenes de su vida en los últimos 12 meses, unas sencillas como accesorios otras para envolverse en ellas y a pagar en décadas, Alma sonrió mordaz recordando adquisiciones de temporadas pasadas, sintió por un segundo la tentación de adueñarse de al menos uno de esos nuevos recuerdos que le eran ofrecidos entre páginas, había distintos momentos a diferentes precios que podría usar el resto de sus días.

Pero esta vez fue distinto.

Cerró el volumen y pensativa se levantó camino a la recámara, abrió el closet y revisó el sitio donde solían estar colgados los recuerdos de invierno, luego arriba donde deberían estar las memorias de verano, no quedaba casi nada. Abrió el cajón de los amores inconclusos para encontrarlo vacío, así el baúl de los rencores de familia, incluso la gaveta de años jóvenes albergaba poco, con la inquietud de haber olvidado algo bajó a la cocina y hurgó en el estante de los dolores insuperables pero no había más que utensilios, entró entonces al sótano que encontró iluminado por el brillo de la ventana, olía a limpio, nada quedó del almacén de episodios inconfesables.

Sin deuda el estado de cuenta de la historia, su última adquisición, el Entendimiento, había sido la mejor compra y al término de su pago le fue enviada la Aceptación.

Llamó a la tienda.

-Quisiera saber si tienen algo así como un catálogo de nuevas experiencias... lo que enviaron ya no es lo que necesito.

-Se lo hemos enviado otros años pero nadie lo recibe.

-Pues ahora lo quiero.

-Bien. Esta vez abra la puerta.


Derechos Registrados

Safe Creative

Edit work: 0912245191408


21 diciembre 2009

Juegos de Niños


"Todos ríen, la gallina Gira y atrapa al que pilla" Jolie
La gallina ciega (boceto), 41 x 44 cm Francisco de Goya 
1788 y 1792


La gallina ciega
1788 - 1789
Lienzo. 2,69 x 3,50
Museo del Prado, Madrid.




Quién entienda estas letras
qué dibuje una corneta

Quién descifre los enigmas
le tatuaremos un estigma

Quién no duerma en enero
qué pruebe amar primero

Quién no entienda el amor
qué se arme de un buen juego


17 diciembre 2009

Cuando vienes a mi mente.


Por Jess

Nota de la autora: Una disculpa a quienes llevan la hilación de mis historias concatenadas entre sí, por motivos decembrinos este mes publicaré un soneto que mi profesor de Taller de comunicación nos encargó en bachillerato.

Cuando vienes a mi mente
y recuerdo tu alegría,
viene a mí melancolía
que entristece mi semblante.

Y me acuerdo de momentos
que en mi vida ya pasaron,
todos ellos se albergaron
en mí a pesar de los vientos.

Te gustaba comenzar
los momentos de pasión,
que estremecen la canción
de mi ser al recordar.

Me gustaba imaginar
tu vida junto a mi vida,
y me sentía un rato ida
mientras soñaba al pensar.

Ahora miro a la gente
que a mi lado veo pasar,
mientras yo intento olvidar
Cuando vienes a mi mente.

14 diciembre 2009

Volar




Por Mara Jiménez

Siempre que viajo en avión, pareciera que la altura cobra un precio sobre mi conciencia. La mayoría de las veces voy hacia mi destino alerta y muy analítica; tanto que en ocasiones he pensado en el plan de dopaje recomendado por varios amigos tripfóbicos, consistente en un antihistamínico y una botellita de vino tinto de 250 ml… pero no… siempre termino aguantando a pulmón el despegue y el arribo. Debe ser porque de momento no me siento mal, y no me doy cuenta de lo desordenados que se ponen mis sentidos y mi cabeza. Eso me pasó hace poco al aterrizar en Dallas FT, que debe de ser uno de los aeropuertos más grandes del mundo. Ya de por sí, el sólo acercamiento a la ciudad en esa vista de maqueta me dio la certeza de estar observando el mismo paisaje que inspirara a Tim Burton para el primer paneo de cámara en “Edward Scissor Hands”, y en seguida la idea de tanto orden y perfección me hicieron invocar un poco del caos de chilangolandia. No tenía idea de que el caos podía ser tan sutil como el que iba a presenciar un rato después.

La promesa de estar 3 horas por conexión en un aeropuerto, lejos de asustarme me hicieron planear un ejercicio exhaustivo de mi poder de consumo y una inmersión total en el mundo frívolo de la superficialidad, así que apenas aterricé en la terminal D, pregunté a qué hora y en dónde tenía que abordar mi próximo vuelo, solicité un mapa, descifré la incipiente ruta del sky line o trenecito gracioso que te lleva por todo el aeropuerto, y comencé a explorar las tiendas con un inquieto bolsillo que daba machicuepas por vomitar su verde contenido.

El primer encontronazo con el mundo real fue un aviso de hambre por parte de mi inoportuno estómago, que me hizo enfrentarme a los primeros patios de fast food que últimamente han dado por producirme un efecto contrario al hambre, así que, mapa en mano, me dirigí a la terminal C a buscar una promisoria cafetería que en se llamaba “fresh no-sé-que”, con la ingenua intención de comer algo fresco… en un aeropuerto… en Dallas (!!!) El resultado de dicho expedición fue una manzana fría, casi congelada, y un gusto de desencanto en la boca. Entonces, caminé sin rumbo, con esa expresión de turista anónimo que tenemos todos guardada para estos casos.

Tan asumido estaba el personaje, que no escuché cuando anunciaron la llegada del vuelo, ni noté el silencio que se hizo de pronto, ni entendí unos minutos después la atmósfera enrarecida que como una neblina soporífera parecía rodearnos a todos. Descubrí los motivos con solo dirigir la mirada al mismo lugar donde todos miraban. De una de las salas emergían los soldados, con su uniforme color arena, con los rostros algo quemados por el sol, con las botas altas e incómodas, boleadas pero gastadas, con los ojos mirando al frente pero la expresión llena de arena, con las manos limpias pero algo salpicadas de sangre y lodo, con las cabezas casi rapadas, pero los pensamientos enmarañados y traslúcidos, llenos de horrores de hombres vencedores y vencidos; en sus espaldas cargaban mochilas, pero llevaban también miles de años de historia de un pueblo remoto del que hasta hace poco no sabían ni pronunciar el nombre; atado en el sambrán, les colgaban recuerdos indelebles y una cadena interminable de dudas a algunos y de negaciones a otros. Salían caminando, pero al final marchaban fuera del avión en el ejercicio interminable de su disciplina militar. Mi garganta se cerró. No más manzana… “Estoy en un país en guerra, esto es un país en guerra…” me repetía esa consciencia insoportable.

Cuando pensaba que los ojos no arrasarían y que la impresión inicial del silencio había sido superada, salieron del avión ellas. Ellas como yo, pero con uniforme color arena; ellas como yo, pero con el pelo escondido o atado como si de una frivolidad se tratara; ellas como yo, sin ojos verdes ni azules, pero de miradas tristes y de cien años más viejas; ellas como yo, con caderas y cuerpos de mujeres de estas tierras, librando una guerra que no les pertenecía por el simple hecho de redimirse ante la vida prestada que viven allá. Una de ellas cruzó su mirada con la mía, traté de sonreír y ella hizo lo propio, devolviéndome una mueca mal ensayada, como si nunca hubiera aprendido a sonreír. Se alejaron en silencio. Desaparecieron en medio de un remolino de arena. La sala C volvió a tomar su ritmo en unos segundos, y solemnidad fue pisoteada por un altavoz que me anunciaba que debía volver a la sala D.

Compré un libro para mi hija. Llamé a mi amiga que vive en Israel y le dije que la quería y la extrañaba. Tomé el avión rumbo a mi destino final. Lloré en silencio.

El próximo viaje aplicaré el antihistamínico con vino tinto.

TX, USA, Nov 2009.

imagen que acompaña:DFW Airport Skylink Map

10 diciembre 2009

Había una vez...




Princesa presa,
caballero que avista
trenza de cuento.

Haiku: Ivanius
Imagen tomada en Barcelona, España. (2009)
©diariodelapelusa.blogspot.com/2009

07 diciembre 2009

Tercera Llamada





por Ivanius

Vienen a buscar un turno

los colores y las luces, los aromas y las voces,

los clamores, los miedos, los sudores,

los oficios con y sin beneficio.


Los sentidos se encienden desde dentro;

las emociones se vierten hacia afuera.


Tras bambalinas, el circo ya está listo

para emprender la marcha y la tarea

en pos de la enigmática alegría,

de los ojos abiertos por asombro,

de algún ocasional suspiro colectivo,

de lágrimas liberadoras y benéficas.


Toma de aliento y pausa.


Los actores esperan;
un reflector alumbra al maestro de ceremonias.


Los payasos también saben que la función es a muerte.

Vayamos pues, por sonrisas y victorias.


"Tercera Llamada". Poema de Ivanius. Texto: © ChanchoPensante.com.
Foto de Clemens Pfeiffer: Dralion, espectáculo del Cirque du Soleil en Viena, 2004.

03 diciembre 2009

Torcido



Por Canalla

El hombre está tirado en el rincón de la bodega donde lo dejan dormir, entre paquetes de papel periódico y cartón que ocultan su cuerpo abandonado al ocio y la resaca sobre una colchoneta. Podría sudar todo el aguardiente cargando unos bultos. Pero sigue recostado y guarda para la tarde sus fuerzas, cuando podrá asir con las manos, todavía temblorosas esa mañana, a la mujer que lo recibirá con un nuevo banquete, rico y abundante como al entregarse hasta estar, si no satisfecha, segura de que obtuvo lo más posible.
Aparta la botella y agradece que el ruido de los otros basureros, al pesar los atados antes de subirlos al camión, se estrelle contra su compacta muralla. Y por horas continúa en la contemplación de las láminas de asbesto, interrumpido por la pequeña que se cuela entre la rendija de su fortaleza con gordas de chicharrón. Toma una, le extiende una moneda y acaricia su cuello, la hace chillar, reír nerviosa y sonrojarse; la chiquilla se incorpora y a toda prisa escapa, mientras él la ve alejarse un tanto contrariado.
De repente, nunca sabe cómo, la compara con la pelirroja que los jueves lo espera calles arriba, con el rostro húmedo y caliente, envuelta en la bata azul y afelpada que contrasta con el blanco de su piel suave y pecosa; sus abultados pechos, a lo largo de los cuales ha visto escurrir las gotas de agua que caen de su preciosa cabellera. Termina su evocación con la misma lentitud que come, e intenta retenerla el mayor tiempo posible en su mente masticando despacio. Después se toma un último trago.
Al mediodía se levanta y sale al traspatio. Entra al chorro de agua helada y enjabona sus recovecos y extremidades, los enjuaga. Cepilla sus dientes como ella le enseñó. Se viste con el pantalón, la camisa y los zapatos que reserva para ese día pues a la mujer le gusta verlo limpio, y para él es importante desde entonces agradarla. Esto le asegura un mayor placer y prolonga su estadía; además de la comida, ahora le regala dinero y cosas que no usa, pero puede cambiar por alcohol con tenderos.
Si está con la pequeña no deja de pensar en la pelirroja y con ésta, aquélla parece rondar sus vidas. Intercambian seguido sus papeles para hacer más agradable su sueño, y eso lo hace sentirse afortunado de conocerlas. La niña es hija de la mujer que le vendía antojos afuera de la bodega cuando llegó a trabajar ahí. Un tiempo le fió, y llegó a acompañarlo algunas noches frías del año anterior hasta que regresó su marido y no volvió a visitarlo, sólo la chiquilla que le lleva qué almorzar.
Ella se despertó veinte minutos antes de lo usual, revisó el calentador, acarició el líquido tibio y demoró debajo hasta arrugar sus dedos. Calzó pantuflas y se puso un conjunto de deporte para bajar, preparar el desayuno, servirlo y despedir a sus hijos. Ya en la puerta, distinguió a lo lejos al hombre que se los lleva hasta la mañana del domingo e intentó un saludo, regresó a la cama y terminó de secar su pelo, sin peinarlo ni decidir si volver a la ducha más tarde. Ajustó la alarma, durmió otras tres horas y se paró a guisar.
En sus sueños aparecen criaturas mitológicas de sus lecturas infantiles, y embarcaciones muy estropeadas que, sin embargo, la hacen sentirse aliviada, y se cree un poco estúpida por fantasear con centauros que la montan y sodomizan mientras jadea sudorosa; faunos que lengüetean sus pezones; sirenas que la devoran y regurgitan con desquiciante calma antes de liberarla fatigadas. Ella empieza a correr hasta el puerto, sube a una de aquéllas naves que la llevan a la playa y despierta, siempre al desembarcar.
Pero al verter los ingredientes del mole en una olla, rememora que previo a despabilarse logró andar por unos segundos el medano; la emociona saberse próxima a descubrir qué hay detrás e imagina un tesoro enterrado. Grandes monedas, y alhajas de los colores que más le gustan. Una sensación acompañada por el disfrute, al través de un caleidoscopio, de haces de luz; de la paz definitiva que adivina extasiada al volver en sí, porque al final de ese túnel todo se torna grato, placentero justo cuando ella deja de existir.
Esa anticipación al vacío no la atemoriza en absoluto y, por el contrario, es su anhelo de una forma de orden, que a un tiempo detesta y le atrae sin siquiera explicarse la razón de ese sentimiento ambiguo, ni creer necesario hacerlo. En el colegio de monjas, donde sus estudios consumieron nueve años de su vida antes de casarse, o en la capilla visitada por sus padres los domingos, se respiraba esa misma paz. Similar a cuando la dejaron ver al abuelo dentro del féretro, risueño, con un tufo perfumado.
Del lado de la sombra, el hombre sube la cuesta poco a poco para evitar la transpiración; dedica el tiempo a recapitular sus visiones donde ambas se entremezclan y confunden, y cuando encadena el triciclo sobre la banqueta ella ha abierto el cancel, y dejado un bulto junto a la puerta entrecerrada que él no recoge. Tan pronto se percata de que nadie lo ve, entra y se cerciora de que la música esté puesta. Y con mayor confianza atraviesa la sala sin demorarse a ver cuadros, muebles u objetos.
La sorprende vuelta de espaldas. Vestida tan sólo con la misma bata azul, y descalza. Se aproxima hasta que con su aliento escapa una fina capa de vaho hacia su peineta. La jala con torpeza antes de meter la mano debajo y, al sentir suficiente humedad, un dedo en la vagina, que moja y después lame entre las risotadas de ella, que con gemidos y groserías mal aplicadas al caso se mueve y abre las piernas, sin dejar de repetirlas. Aunque intente callarla con bofetadas que le marcan la cara.
Lo deja hacer, y de un solo movimiento la desnuda y tira en la alfombra a la altura de su verga, que ella acaricia con delicadeza antes de sujetar, los testículos con una mano, y la otra la introduce en su boca, que empieza a succionar con parsimonia. Luego repasa sus senos y los labios de su clítoris, los glúteos de él. Lo chupa con mayor velocidad. Repite la rutina una y otra vez, cada una más álgida que la pasada hasta que la levanta en vilo y la penetra.
Le grita que no se detenga, que la lleve de la mano hasta el cofre onírico que contiene el oro. Que lo abra y la aproxime al clímax, pero no alcanza a vislumbrarlo; tarda, como el chirrido exasperante de un tren que se escucha y resulta imposible ver desde el andén de su cuerpo. Se imagina rodeada de los otros, que antes la poseyeron, sin tener en realidad otra cosa que su pasajera, incierta compañía, aguardando paciente a abordar, arrepentida de que la desearan tanto cuando ella buscaba mucho menos.
Sentado en el sillón lame su cuello y lo atenaza, al sentir el espasmo y la contracción del esfínter. La tiene a punto de la asfixia cuando solloza descontrolada con el lloriqueo que primero lo desconcertaba, y ahora le causa gracia. De pronto detiene la estrangulación y recuerda a la niña. Las manchas de mugre y el sudor que en época calurosa resbala a sus tetillas y él alcanza a ver, cuando agachada le ofrece una gorda e intenta apartarlo, y casi vuelve a ver su expresión y olerle el miedo, un aroma que la pelirroja no puede destilar.
Terminan y ella lo besa, lo lleva al sofá y masajea su espalda. Todavía emite un suspiro, de vez en cuando; le propone descansar y prepara unos tragos. Él fuma. Y los siguientes minutos son los que más disfruta. Luego lo llama a sentarse a la mesa, todavía desnuda, y le sirve comida hasta hartarlo. Por ratos, siente su cabello rozarlo desde atrás. Como la gata que lame al amo sus zarpazos.
Al tiempo de engullir el primer bocado, le agrada contemplar la foto enmarcada sobre la barra del comedor. Se pregunta si ella les prodigará al par de rubiecitos la misma ternura con que lo trata cada semana. Los dos posan sonrientes, tan hermosos como su madre al lado del hombre que los mira seguro de sí mismo. Para él, que no conoció a su padre, es difícil imaginar al adulto dentro de esa amplia casa. Y lo visualiza lejano. Trabajando, a diario, para asegurarles todo lo que ellos gozan ahí.
Esa es una de esas tardes en que le rogará quedarse un rato más después de comer. Y sin que le disguste, él la aprovechará para tomar unos tragos, fumar yerba y aguardar calmo a que la digestión le permita volver a fornicarla. Se ofrecerán uno al otro sus cuerpos, su ansiedad para apagarla, y él obtendrá alguna ventaja adicional: el suéter casi nuevo; otro pantalón o los zapatos que le gustaron el día que lo hicieron arriba; el reloj o, tal vez, un par de billetes que eviten malbaratarlo.
Tiene presente en todo momento, sin embargo, que no debe excederse. Varias veces ella ha estado cerca de conseguir que él no retrocediera, y la ha debido abofetear para que se reanimara y saliera de ese trance. Como cuando blasfema y casi parece que saca espuma por la boca. Se cuida de que tenga siempre algo de aire. Ignora sus gestos de molestia, si la suelta, y suple esa necesidad con otra clase de maltrato que a final de cuentas, aunque a regañadientes, también termina por recibir gustosa y ronroneando.
Ella le suplica con los ojos saltones y humedecidos mayor presión sobre su garganta y él aprieta un poco más que la vez pasada. Sólo los costados, sin tocar la tráquea ni volver a provocarle un desmayo. Reacio a perder de súbito y por ese error que luego lamentaría a la mujer: le recuerda puntual a la niña que quiere ver crecida pronto; tampoco olvida los manjares que saborea las tardes de cada jueves, una semana tras otra, desde hace meses.


-