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30 agosto 2010

soñadora

Por Lidia


La ciudad en la que vivo se encuentra a mitad de la ruta que va al Sur.
Cuando le pregunto a mis padres si algún día emigraremos de aquí hacia allá, ellos sonríen y me contestan que ésta es la tierra de mis antepasados, el lugar que nos vió nacer, y por lo tanto, el que me habrá de ver morir.
Y yo respeto su opinión, mas no la comparto.
¿Quién decidió que yo debía nacer aquí?
Mi mirada es confusa y vacía.
Mi mente abstraída sólo piensa en el libre albedrío y en un destino por cumplir.

Así que esa misma tarde junté todas mis monedas, corrí hacia la tienda de antigüedades que se localiza a siete cuadras, llegué agitada y casi sin oxígeno para poder comprar un objeto de segunda mano, uno circular con los cuatro puntos cardinales dentro de sí, uno que hasta el día de hoy, en el eterno ocaso de mis días llevo conmigo.

Ese que me indicaría a cada momento, cuál era la ruta hacia la tierra prometida.

La misma ruta que ví en planos una y otra vez; aquélla que tú aprendiste de memoria al recorrerla una y otra vez.

Tú tan aventurero, y yo tan soñadora.

26 agosto 2010

Obsesión

Photo: "Black and White Drama" by Steven Klein
Por Mara Jiménez



Te maldigo. Me nombro dueña de tu paz y reina de tus pensamientos, porque te amo con este amor que nació enfermo. Y es que yo no quería amarte, ¿recuerdas? Fueron esas furtivas miradas de soslayo, tu imponente presencia, y tu pecho abierto los que me provocaron.

Yo nunca quise mirarte, pero tus ojos son dos brujos de talante socarrón que se posaban sin pudor sobre mi espalda, que me pedían el alma para devorarla cruda. Nunca quise dejarme poseer por el aroma de tu cuerpo, pero insistías en pasar a mi lado y dejar esa estela de magia que me hacía seguirte a esa distancia poco prudente para llenar mi propio aire con esa esencia. Y fue por eso que deseé tanto tocarte y guardé esa prenda que olvidaste “descuidadamente”, en el lugar justo donde yo la encontré; entonces aprendí a acariciarte a través de ese tejido yermo que hubo estado tan cerca de tu piel, probé tu gusto a miel con la amarga sentencia en la garganta de que estabas penetrándome para anidar en mi por siempre, como un parásito que comería mis entrañas sin piedad. Nunca imaginarías las noches de placer que hemos tenido, durante las cuales he sentido tu deseo y hemos escrito a cuatro manos un futuro común para toda la eternidad. Después de sentirte, me dejaba invadir por el sopor del cansancio y el sueño, donde también entraste sin ninguna restricción; soñar contigo se convirtió en el ritual nocturno de mi vida, despertar gritando tu nombre fue el hábito adquirido de mis madrugadas.

Conocí tu voz de lejos, al menos en frases largas, pues mermaste tus palabras para conmigo. ¿Cuántas veces me provocaste cuando nos topábamos y me dirigías esas frías frases de cortesía? Y yo pensando que era tu timidez, y no tu maldad la que te hacía tan callado. Pero grabé tu voz en mi lengua para saborearte, y completar mis noches a tu lado y sin ti.

Empecé a perder el sentido de mi vida, dejé de hacer lo habitual, lo cotidiano, por conectarme contigo en ese espacio reservado de la fantasía, que con absoluta certeza sentía que se haría realidad. Tú me hiciste creer que así sería. Dejé de comer, de beber… de vivir… Y hoy me dices que te acoso. Has dado un escándalo pidiendo ayuda para que me alejen de ti. Dices que solo conoces mi nombre, que te llamo y no hablo, que te miro, que te espío, que tu vida es un infierno por mi culpa… ¡y que me tienes miedo! Que estoy desequilibrada, que me he obsesionado contigo y pretendo apropiarme de ti…

La orden de restricción pesa en mi mano como una tonelada de plomo; me duele el brazo y el alma y me desmorono a pedazos, disuelta entre lágrimas confusas. Eres un pedazo hombre desdibujado en mi cabeza, y te odio tanto como te amo. Por eso, seguiré soñando contigo y poseyéndote cada noche de mi vida, hasta que aceptes que me amas tanto como yo a ti. Mientras que no lo hagas… te maldigo.

23 agosto 2010

Atardecer en Nara.

Si llega a ver los delicados colores
que el tiempo no ha cambiado...



Imagen tomada en la ciudad de Nara, Japon (2008)
Fragmento de un poema de Murasaki Shikibu en La novela de Genji.

19 agosto 2010

Querida Cenicienta

por Ivanius

Todos le decían que una fiesta organizada y pagada con el dinero de papá y sus amigos era para disfrutar, no para recordarla con melancolía y silencio. Especialmente cuando era en su honor.


"Aprovecha que todas las plebeyas están dispuestas a hacer cualquier cosa para convertirse en la elegida. Si no eres buen bailarín, eso no importa. Nadie criticará tu torpeza, especialmente hoy".

Entonces comenzó la música, y él sólo tuvo ojos para una. Todo lo demás pasó a segundo plano: el resto de la noche transcurrió como cuento de hadas entre ellos dos.


“Estaba seguro de que era ella”. Eso fue lo único que dijo después de la media noche, cuando salió del antro. Pero el príncipe jamás volvió a ser el mismo, perseguido por el recuerdo de unas zapatillas que parecían de cristal.

“Querida Cenicienta”. Relato de Ivanius. Texto: © Chanchopensante.com. Imagen tomada de Wikimedia Commons.

16 agosto 2010

Mosem


por Canalla

Allá arriba, en lo más alto, el sol decae envuelto entre nubes que anteceden lluvia y hórridas bestezuelas se precipitan sobre los pocos cadáveres de que han dispuesto en un mes, íntegra la avidez a que las lleva el hambre acumulada mientras rasgan pieles y tendones, un trozo tras otro hasta retirar con prontitud las capas superiores, deglutirlas, y reanudar feroces su acometida hacia las blandas vísceras aún rebosantes de fluidos violáceos, con la crueldad intacta de los entes ajenos a la comprensión y necesidad, más bien humanas, de compasión.
El púber avanza presuroso, sin su antigua fascinación ante aquél espectáculo, y aunque la parvada al posarse en el remate del edificio le es familiar, el sobrecogimiento que antes sólo experimentaba al sentir la aviesa mirada de las aves tras sus pasos, lo acompaña al rodear el promontorio, aproximarse a la cueva y dar gracias al creador por los primeros monzones del año, que permiten ignorar casi por completo el humor dominante en el ambiente. Medita unos instantes en el anciano que aguarda, en la posible proximidad de su deceso.
El viejo asiente con la cabeza, y su mujer hace una seña de apremio al muchacho para que entre al pequeño recinto, más sombrío todavía de lo que pueda ser cualquier otra diminuta caverna desprovista de ventilación, inmersa a la mitad de matorrales espesos y húmedos. Al chico le disgusta aproximarse demasiado y besarlo, presa de una repulsión que no le provoca ese hombre, a quien ama, sino su exposición directa al nauseabundo hedor que de continuo lo circunda, impregnado entre su vestimenta, su encanecida barba y sus manos huesudas.
- Padre, me mandaste llamar, dice con la cauta entonación del que adivina el motivo y continúa fantaseando con otro distinto, orando por esa posibilidad como si bastase convocarla y ya la viera penetrar el umbral.
El septuagenario vuelve a confirmar, una sonrisa de santidad dibujada en el rostro, en tanto acerca al vástago la única mecedora y coloca una mano en su hombro a manera de invitación. El hijo sabe así que el asunto es serio, y debe concentrarse más de lo habitual en las palabras que salgan de su boca. Dirige la vista al piso de tierra, con la actitud de abandono y consentida sumisión aprendida de su madre, pues se percata de que al anciano le representa mayor desazón aún comunicar su resolución.
Quiere aligerar el peso de su alma recordando los callos de sus manos, que han lavado cuidadosas miles de restos mortales y despojado del cabello, las uñas y otras excrecencias que dificulten la consumación de un rito milenario, donde la muerte sólo es otro puente, ni siquiera el último, hasta la certeza de alcanzar el juicio de las obras y la Frasho Kereti.
- Siéntete complacido, hijo. Somos la estirpe de Kurosh, y nada más necesitamos para dar sentido a nuestra vida, comienza el viejo como intentando convencerse él mismo.
- Entonces… no hay más qué decir -intenta sofocar su malestar el joven-, ni en otros mil años…
- Mil fueron los años durante los que trasvasamos boca a boca la verdad sagrada antes de ser escrita sin que nada lograra desvirtuarla, y mil serán los de cada ciclo que reste a nuestro transcurrir…
- No hay más qué decir, reitera el chico, apenado frente a sus mayores al degustar con amarga nitidez la evidente dificultad de reprimir las primeras lágrimas.
- …y tu existencia, además de ser tuya, no reviste otra relevancia, salvo al guiar el camino de los nuestros hasta su fin último, último fin nuestro.
- ¡Ay!, exclama al corroborar que para su padre ningún otro principio se antepone al fin, incluso si se trata de su único hijo que desconoce casi todo comienzo, y sólo puede percibir atemorizado la finalidad.
- Es mi voluntad y espero sea la tuya, añade con mayor gravedad como si no oyera, resuelto con firmeza a ignorar la interjección de su vástago.
- Muchos de los nuestros, por cierto, estiman indignas nuestras vidas, más me someto a tu voluntad como si de mi propio corazón brotara, expresa por fin.
- Distingo en esto último una duda que trata de abrirse paso con timidez, advierte con repentina suavidad el anciano, mayor su preocupación al ánimo de reprimenda.
- Padre, jamás renegaré de nada que señales en mi camino, lo sabes; pero sí, una sola vacilación enreda mi pobre voluntad y la dificulta, y te imploro la aclares con el discernimiento que me falta.
- Habla pues en tu derecho, y no juzgues de mayor sabiduría mis palabras que las que nazcan al amparo de tu entendimiento si la honradez las acompaña. Recuerda: pureza de pensamiento y palabra, buenas obras.
- ¿Cómo he de confirmar, además de mi existencia y naturaleza, de mi obediencia obligada por el amor que te profeso, que mi destino es ser nassesalar?
- De la misma forma en que sólo el pétalo de un loto puede representarse a sí mismo y nada sustituye su comprensión. De idéntico modo a como la brisa procedente de Kerala cae de noche, sin que haya alguna otra sensación que podamos confundir con esta, dice el viejo un poco perdido entre sus propias palabras, el vacío y una primer premonición.
El chico no logra atenuar más su casi imperceptible mueca irónica: su padre olvidó su usual concreción en persa y echa mano del marathi al expresarse. El anciano ve la astucia asomarse al rostro del muchacho, al que tanto adora, y aunque la preferiría inadvertida, sonríe para sus adentros sin abandonar una expresión solemne.
- Hijo, ¿recuerdas el significado de nuestra misión? ¿Adviertes porqué nosotros, los carentes del privilegio de que ningún humano nos lidere, somos sin embargo los últimos líderes humanos del fin del tránsito terrenal de los nuestros?
- Me lo explicaste a suficiencia. Espero comprenderlo de igual forma. Si el último hálito vital sale del hermano tras ashem-vohu y yato-ahavarie recitados por un mobed, aún éste se alejará para orar por que el drux-nassu no se apropie su cuerpo, y sólo tú y tus compañeros permanecerán con él hasta evitar que con su corrupción contamine el don nutricio de Armasti.
El viejo termina de escuchar admirado, complacido de saber capaz al hijo de expresarse en el más puro persa. Y se siente bendecido, preparado para afrontar lo que venga tras corroborar esa especie de mutuo juramento.
- Y de nada servirá ya, para entonces, si sus manos fueron lo suficientemente grandes y dignas de sopesar los caudales de oro que por gracia de sus actos hayan contado en toda una vida ahíta, o si sus palmas sólo sostuvieron una pequeña moneda, de vez en vez y mendigando. Iremos por ellos de cualquier forma hasta su última morada terrenal, y el llanto de su familia no persuadirá de darles envoltura distinta a la de magros lienzos sin costura. Igualados así ricos con pobres, piadosos con malvados, reza.
- Sí, padre, así lo entiendo y acepto hasta el último día de mi existir, murmulla el joven.
- El creador increado, les regaló hasta ahí el poder del libre albedrío, procurando que por sí mismos distingan entre el Angra y el Spenta, la conveniencia.
- Y esa misma libertad, que no se nos prodiga igual, queda en ti otorgarla a tu hijo.
- En ese caso, el mal será azaroso e impredecible si busca aniquilarte, y el bien quedará sujeto a tu sola voluntad y la ajena y por ello mismo débil; dependerá de tu constancia alimentar su fuego y aquí en Mumbay, y entre quienes lo habitamos por derecho propio, serás mal visto siempre, si no asumes tu condición sin condiciones, advierte el anciano.
- ¿Y más allá, hasta donde mi propio esfuerzo y tu bendición puedan conducirme, lejos de aquí?, exclama el muchacho ante lo que a su oído parece ser, más que una retracción cruel, una clara ambivalencia.
- ¿Conoces, o puedes siquiera imaginar el dolor que produciría a tu madre…? Cuando menos, espero lo intuyas.
- ¿Y si mi propia madre te lo pide, si es ella quien, como yo mismo, te lo ruega?, dice de pronto como impelido por un impulso centrífugo, al retornar a un punto ciego e inercial.
El viejo voltea, ve a su esposa y se rinde a la evidencia de que su decisión no es única ni definitiva. Reconoce con gratitud la permanencia constante de esa mujer a su lado, honrando a diario su voluntad como propia y bendiciéndolo con un hijo, pero también que su fidelidad no incluye a la prole cuyo destino deben cuidar, compartido o ausente.
- Y más allá, en sentido contrario al del viento para que los dos sepamos a su arribo algo tuyo una vez te alejes, todo queda a tu libre albedrío… y con mi bendición, murmura en su intento de apagar el llanto al saber que esa puede ser la última vez que se vean. Eleva la vista para apreciar mejor el faravahar, y busca ahí la fuerza que le falta acopiar ante lo inevitable, decidido a pasar el resto del día dedicado a orar afuera y lejos de su dakhma.
Su mujer entiende mejor que él y su hijo juntos la premura de ambos al pedirle auxilio en los preparativos para que éste parta y, tras despedirlo, continúa enmudecida horas después de cuando con los ojos no alcanza ya a ver nada más que los últimos rayos del sol ocultarse, atrás de la huella sinuosa del angosto sendero que conduce al cercano mar.
Al avistar esa porción de playa hacia la carretera, sabe que el chico distingue a la perfección entre la ilusión de lo verdadero, la ilusión, y lo verdadero. El que fue hasta entonces su pequeño mundo está provisto de ambos, y le dio la última lección al permitir que su vida se le revele, de repente, diferente en todo a como la aborrecía. Y ahora la amará, pues podrá reconocerla donde quiera.
Sonríe al pensar que un día lejano valorará su existencia como una sucesión un tanto necia y absurda de acontecimientos, sin ninguna importancia a fin de cuentas para nadie como no sea él mismo, e idéntica a su huella, impresa en la arena húmeda momentos antes de ser borrada por la siguiente ola, frente a ese mar que seguirá todavía ahí por siglos.
Con idéntica fe al hombre al que acompañó toda su vida, está segura de que el grano más pequeño en esa playa puede contener con facilidad y gracia todo lo ocurrido con sus existencias, cuyo valor equivale al del tiempo que les reste, como el de cualquier otra, y únicamente son decisivas, si esto es posible, por su actitud frente a lo ineludible.
Conoce que por los demás, no son distintas a cualquiera: sólo rutinas repetidas cada día por todos sin librarse jamás de la atormentadora sospecha de si a final de cuentas importan, y aún así obstinados en replicarlas, a veces sin ningún cambio y otras rehaciendo las normas pues, de todos modos y aunque con distintos efectos o resultados, entretienen, tanto como la sola ilusión de tener el control y poder persistir, pese a los cambios en la atmósfera, que van del sol punzando las alas de los buitres, al monzón.
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12 agosto 2010

imagen distorsionada

por  marichuy

Puedo recordar casi con precisión cada pincelada suya. Describir el perfecto cincelado de su rostro, la limpidez de su piel morena, los reflejos desprendidos por su pelo cobrizo bajo el sol de medio día, la luz de su mirada alumbrando mi pequeño mundo de adolescente enamorada, casi embrujada. Mientras escribo esto, hago una pausa y cierro los ojos para aspirar, una vez más, el inconfundible aroma del café que elaboraba en su vieja cafetera italiana (negado a utilizar cualquier adminículo eléctrico cafetero, como solía llamar a las cafeteras de filtro de papel). La memoria es tramposa, como bien adivinó Proust y tantos otros después de él han corroborado. En mi mente dibujo su rostro, veo su sonrisa y revivo el estremecimiento que me provocaba su voz (ronca, algo pastosa; tal vez, su rasgo más seductor), explicándome con paciencia infinita cosas inentendibles para mí, y que yo escuchaba más embobada que atenta mientras abría desmesuradamente mis ojos, como sí así pudiese entender mejor. Llenaría hojas y hojas enumerando cada rasgo suyo, describiendo pequeños y grandes detalles; por ejemplo, la forma en que sostenía su pipa mientras la iba llenando de tabaco, con lentitud casi pasmosa, como si quisiese alargar el proceso y disfrute del mismo. Eso y más puedo rememorar. Traer al presente, reconstruir como un relojero que desmonta y vuelve armar una antigua pieza de relojería, nuestras largas caminatas, charlas y lecturas; sabores y aromas disgustados; su risa, poco frecuete, pero envolvente; su rabia, tan inusual como indomable; la ternura infinita de que era capaz, una vez cruzada la muralla de piedra con que se había recubierto años atrás de nuestro encuentro. Todo, menos la única cosa que más desearía rehacer, revivir, para convencerme de que en verdad ocurrió, que no sólo lo imaginé y creí cierto de tanto desearlo, en un intento pueril por suplir su ausencia y consolarme de su abandono.


La memoria, tramposa y extraña, capaz de llenar huecos con recuerdos de cosas que nunca existieron, no logra esclarecerme aquella noche en la que terminamos haciendo el amor. Apenas, entre brumas, alcanzo a escuchar la lluvia torrencial golpeando el cristal, evoco la oscuridad casi negra de esa noche. Y nada más, ni un solo detalle. Ni siquiera mi emoción, o decepción, después de lo ocurrido.

Por qué hay cosas que puedo volver a recordar con asombrosa claridad, como el aroma del expresso que preparaba, el color del tabaco de su pipa o sus apasionadas y largas disertaciones en torno a la maestría de ese cineasta ruso que tanto admiraba. Mientras otras parecen haber sido borradas por completo de mi mente, sepultadas bajo el peso de imágenes y sonidos, perdidas entre las sombras del tiempo. Muchas veces, doliéndome del enésimo fracaso en mi intento por revivir aquella noche, he llegado a pensar que soy víctima de una mala pasada de mi mente, la cual se niega a proporcionarme ese pequeño placer, esa inicua dicha de volver a sentir su piel algo rasposa y aspirar su aroma tan especial -mezcla del propio y de la colonia a que era afecto-, sólo para afianzarme esta duda que con el tiempo ha ido creciendo más y más, hasta llegar a atormentarme con la sospecha de que nada de lo recordado: café, charlas, largas caminatas ni ninguna otro momento compartido, ocurrió en verdad. Y que él, con su bien cincelado rostro, su camisa azul plumbago y su eterno gazné en tonos grises, sólo es una creación de mi imaginación y que por tal razón se niega conmigo la reconstrucción de ese añorado encuentro amoroso, el cual yo juro y perjuro ocurrió en una noche de estremecedora oscuridad, sobre su antigua cama de hierro y mientras afuera, los rugidos del cielo deshaciéndose en forma de torrencial aguacero acallaban nuestros gemidos…





Fotografía: André Kertèsz, Distorsión no. 60 (1933). Colección Centro Georges Pompidou

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09 agosto 2010

21 topes







Por MauVenom



Sonreír es un acto defensa ante lo incómodo de la situación, un camino tortuoso, literalmente, en el que el miedo a la obscuridad no deja de ser risible, como si de las sombras viniera algo. 

Otra vez las tres de la mañana y el auto va despacio sobre la calle central de un pueblo sumido en desidia, las luces perdidas se acoplan a lo tétrico que bien puede ser imaginación solamente, el paso de un perro callejero sería un alivio pero todo está vacío, viene a la mente como rescate del orgullo la idea de que el temor surge por no calcular nuestro tamaño. Exageraciones de una vida simple que no se ajusta. 

Conviene mantener la vista en el camino, desviarla si es necesario, el no ver salva los restos de confianza. 

Que no haya niebla. 

Era buena la idea cambiarse a provincia, por momentos lo es, atravesar miseria para alcanzar comodidad es normal en tierra de incongruencia aunque siempre hubo recelo de ese camino. Al avanzar entre hoyos y topes surge la pregunta de en cuál de esas esquinas fueron encontrados los cadáveres decapitados la madrugada anterior justo dos horas después del paso de este auto que hoy carga tal reflexión. Regalo del periódico matutino que siempre habla de más. El arrojo de antes tiene de repente un aspecto enmohecido. 

Contando los topes, van doce, falta bastante, ni siquiera se ve el túnel que será la última parte de la tortura antes de pasar a la calma hipotecada, mientras la mente va tratando de interpretar el incendio del teatro nacional, historias lejanas que se nos acercaron de repente. 

Inevitable pensar que cualquiera de esas bolsas negras de terreno baldío podría contener una basura diferente a la que un ingenuo acostumbra ver. 

Diecisiete topes, ni perro ni engaño que sirva, las casuchas de siempre, algunas abandonadas que estrenan personalidad con esta paranoia que corre rápido. 

No hubo niebla. 

El tope veintiuno anuncia la zona de prosperidad que engaña lo suficiente para sentir el alivio que contrasta el sudor frio del pecho, la avenida de correctas construcciones logra su propósito. Y la casa con su aliento de certidumbre. La luz de afuera por fin arreglada ilumina lo reconocible. 

Durante semanas la autopista seguirá cerrada y habrá que atravesar aquel camino, el método de madurez dice que no es diferente a cualquier otro aún con sus muertos y abandono. El temor es práctica de conocimiento nada más, costumbre. 

Pero que no haya niebla. 



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Imagen : Car at night



05 agosto 2010

Notas de Luz


Por Sonia.



Cellista tocando afuera del Teatro de las Bellas Artes, Ciudad de Mexico.

ILFORD B/W ISO-400

03 agosto 2010

Prólogo de un silencio




“Dicen que estoy loco. ¡Pardiez!, ojalá estuviera loco.
Sólo soy una simpleza mortal en un mundo increíble”

Mis ojos se abrieron temprano, en un sopor incierto. Sudaba a borbotones y la oscuridad me ahogaba pero me asfixiaba más el silencio que tenía que ser cortado por el silbido de mi pecho, extraído de las entrañas mismas de mis pulmones. La pesadez del sueño y la fatiga no me permitían moverme pero ya no soportaba estar acostado. Esa posición me anulaba en la cruel cama matrimonial vacía. Nadaba en un profundo realismo oscuro, lleno de nada; y luego volvía a percibir la falta de aire y el sonido de las inexorables manecillas del reloj.
Cuando me levanté hube que tocar el suelo frío con los pies que tanto rogaban descanso. Encendí la luz y busqué, como desesperado, mi inhalador. El cielo se teñía de un azul más claro que anunciaba la bienvenida de un nuevo día. ¡Qué carajo hacia despierto tan temprano!, hubiera preferido haber muerto en la madrugada. Cogí la estúpida cajetilla de cigarros que descansaba -siempre descansa- en el viejo buró y abrí la puerta de aquel cuarto ajeno a mí.
Comencé a fumar y el caer de la lluvia me hartaba. Hubiera preferido los hilos de luz solar que queman la piel y hieren la pupila. El cigarro soportó once inhalaciones y tuve que tirar la colilla, aún encendida, en un charco pequeño del patio.
Coloqué el inhalador en mi boca y presioné: una, dos, tres veces; cuatro. Sentí rápidamente la dilatación de mis bronquios y el sabor amargo. La respiración se hizo más fluida y relajada al mismo tiempo, propia de un suspiro.
Acudí al baño. Utilicé el lavabo: cepillé mis dientes y lavé esa cara desconocida. A esta edad eran notables las marcas de una noche de dulce diversión. Un mechón de canas al frente anunciaba la proximidad no de la vejez ni de la muerte sino de la pérdida de la juventud que cada día se aferra más pero pierde credibilidad al notar la desazón de sus días. Los días sin su piel, sin ella.
Tomé el café negro con otro cigarro alrededor de las siete y treinta. Esa soledad, solemne soledad, me volvía ajeno a todo lo que me rodeaba. Sentía cierto miedo por el clima frío, por ese suelo húmedo, y las manchas de la pared. El mundo se cerraba ante mí. Recordaba, lleno de tristeza, su terrible infidelidad. Pensar en su vientre profanado por otro hombre aquella misma tarde en que hicimos el amor. Imaginar su cuerpo mancillado por unos dedos ciegos de erotismo y vacíos de comprensión. ¡Ojalá tuviera valor para actuar de la misma forma!
Encendí el televisor y el tipo de las noticias blasfemaba con respecto al clima. Después, uno más hacía alarde amarillista sobre las horas de violencia que se vivían en el mundo. La taza soportó un sorbo más pero el cigarro aún seguía encendido. No comprendo cómo de pronto me sentí orgulloso de mi recia cara, de mis facciones toscas, de mi cuerpo maduro e imponente, de mis ojos serenos y mi respiración atroz. Y la enorme noche, ahora tan distante. Con ella, sin ella. Con sus uñas, casi garras, aferradas a mi piel. Con sus senos grandes y redondos bañados en sudor, fulgorosos en la oscuridad, agitándose serenamente, poseída por mi sexo y gritando esas cosas que tanto me excitan y me llevan al orgasmo sin que nadie la escuchara en la inerme noche.
Ahora, con la respiración más grata volvía a mi regazo, a mi cama matrimonial abandonada, a nadar en la nada. Pero el desierto ahora está repleto de su cuerpo, de su carne. El silencio se rompe con el recuerdo de sus gritos y vuelvo a poseerla entre lágrimas y gemidos. La estrujo con mis manos que buscan sus formas en ese cuerpo helado e inmenso; con estos dedos que tanto daño le hicieron, que la llevaron hasta la muerte.



J. Andrés Herrera Aceves
19/09/08