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16 agosto 2010

Mosem


por Canalla

Allá arriba, en lo más alto, el sol decae envuelto entre nubes que anteceden lluvia y hórridas bestezuelas se precipitan sobre los pocos cadáveres de que han dispuesto en un mes, íntegra la avidez a que las lleva el hambre acumulada mientras rasgan pieles y tendones, un trozo tras otro hasta retirar con prontitud las capas superiores, deglutirlas, y reanudar feroces su acometida hacia las blandas vísceras aún rebosantes de fluidos violáceos, con la crueldad intacta de los entes ajenos a la comprensión y necesidad, más bien humanas, de compasión.
El púber avanza presuroso, sin su antigua fascinación ante aquél espectáculo, y aunque la parvada al posarse en el remate del edificio le es familiar, el sobrecogimiento que antes sólo experimentaba al sentir la aviesa mirada de las aves tras sus pasos, lo acompaña al rodear el promontorio, aproximarse a la cueva y dar gracias al creador por los primeros monzones del año, que permiten ignorar casi por completo el humor dominante en el ambiente. Medita unos instantes en el anciano que aguarda, en la posible proximidad de su deceso.
El viejo asiente con la cabeza, y su mujer hace una seña de apremio al muchacho para que entre al pequeño recinto, más sombrío todavía de lo que pueda ser cualquier otra diminuta caverna desprovista de ventilación, inmersa a la mitad de matorrales espesos y húmedos. Al chico le disgusta aproximarse demasiado y besarlo, presa de una repulsión que no le provoca ese hombre, a quien ama, sino su exposición directa al nauseabundo hedor que de continuo lo circunda, impregnado entre su vestimenta, su encanecida barba y sus manos huesudas.
- Padre, me mandaste llamar, dice con la cauta entonación del que adivina el motivo y continúa fantaseando con otro distinto, orando por esa posibilidad como si bastase convocarla y ya la viera penetrar el umbral.
El septuagenario vuelve a confirmar, una sonrisa de santidad dibujada en el rostro, en tanto acerca al vástago la única mecedora y coloca una mano en su hombro a manera de invitación. El hijo sabe así que el asunto es serio, y debe concentrarse más de lo habitual en las palabras que salgan de su boca. Dirige la vista al piso de tierra, con la actitud de abandono y consentida sumisión aprendida de su madre, pues se percata de que al anciano le representa mayor desazón aún comunicar su resolución.
Quiere aligerar el peso de su alma recordando los callos de sus manos, que han lavado cuidadosas miles de restos mortales y despojado del cabello, las uñas y otras excrecencias que dificulten la consumación de un rito milenario, donde la muerte sólo es otro puente, ni siquiera el último, hasta la certeza de alcanzar el juicio de las obras y la Frasho Kereti.
- Siéntete complacido, hijo. Somos la estirpe de Kurosh, y nada más necesitamos para dar sentido a nuestra vida, comienza el viejo como intentando convencerse él mismo.
- Entonces… no hay más qué decir -intenta sofocar su malestar el joven-, ni en otros mil años…
- Mil fueron los años durante los que trasvasamos boca a boca la verdad sagrada antes de ser escrita sin que nada lograra desvirtuarla, y mil serán los de cada ciclo que reste a nuestro transcurrir…
- No hay más qué decir, reitera el chico, apenado frente a sus mayores al degustar con amarga nitidez la evidente dificultad de reprimir las primeras lágrimas.
- …y tu existencia, además de ser tuya, no reviste otra relevancia, salvo al guiar el camino de los nuestros hasta su fin último, último fin nuestro.
- ¡Ay!, exclama al corroborar que para su padre ningún otro principio se antepone al fin, incluso si se trata de su único hijo que desconoce casi todo comienzo, y sólo puede percibir atemorizado la finalidad.
- Es mi voluntad y espero sea la tuya, añade con mayor gravedad como si no oyera, resuelto con firmeza a ignorar la interjección de su vástago.
- Muchos de los nuestros, por cierto, estiman indignas nuestras vidas, más me someto a tu voluntad como si de mi propio corazón brotara, expresa por fin.
- Distingo en esto último una duda que trata de abrirse paso con timidez, advierte con repentina suavidad el anciano, mayor su preocupación al ánimo de reprimenda.
- Padre, jamás renegaré de nada que señales en mi camino, lo sabes; pero sí, una sola vacilación enreda mi pobre voluntad y la dificulta, y te imploro la aclares con el discernimiento que me falta.
- Habla pues en tu derecho, y no juzgues de mayor sabiduría mis palabras que las que nazcan al amparo de tu entendimiento si la honradez las acompaña. Recuerda: pureza de pensamiento y palabra, buenas obras.
- ¿Cómo he de confirmar, además de mi existencia y naturaleza, de mi obediencia obligada por el amor que te profeso, que mi destino es ser nassesalar?
- De la misma forma en que sólo el pétalo de un loto puede representarse a sí mismo y nada sustituye su comprensión. De idéntico modo a como la brisa procedente de Kerala cae de noche, sin que haya alguna otra sensación que podamos confundir con esta, dice el viejo un poco perdido entre sus propias palabras, el vacío y una primer premonición.
El chico no logra atenuar más su casi imperceptible mueca irónica: su padre olvidó su usual concreción en persa y echa mano del marathi al expresarse. El anciano ve la astucia asomarse al rostro del muchacho, al que tanto adora, y aunque la preferiría inadvertida, sonríe para sus adentros sin abandonar una expresión solemne.
- Hijo, ¿recuerdas el significado de nuestra misión? ¿Adviertes porqué nosotros, los carentes del privilegio de que ningún humano nos lidere, somos sin embargo los últimos líderes humanos del fin del tránsito terrenal de los nuestros?
- Me lo explicaste a suficiencia. Espero comprenderlo de igual forma. Si el último hálito vital sale del hermano tras ashem-vohu y yato-ahavarie recitados por un mobed, aún éste se alejará para orar por que el drux-nassu no se apropie su cuerpo, y sólo tú y tus compañeros permanecerán con él hasta evitar que con su corrupción contamine el don nutricio de Armasti.
El viejo termina de escuchar admirado, complacido de saber capaz al hijo de expresarse en el más puro persa. Y se siente bendecido, preparado para afrontar lo que venga tras corroborar esa especie de mutuo juramento.
- Y de nada servirá ya, para entonces, si sus manos fueron lo suficientemente grandes y dignas de sopesar los caudales de oro que por gracia de sus actos hayan contado en toda una vida ahíta, o si sus palmas sólo sostuvieron una pequeña moneda, de vez en vez y mendigando. Iremos por ellos de cualquier forma hasta su última morada terrenal, y el llanto de su familia no persuadirá de darles envoltura distinta a la de magros lienzos sin costura. Igualados así ricos con pobres, piadosos con malvados, reza.
- Sí, padre, así lo entiendo y acepto hasta el último día de mi existir, murmulla el joven.
- El creador increado, les regaló hasta ahí el poder del libre albedrío, procurando que por sí mismos distingan entre el Angra y el Spenta, la conveniencia.
- Y esa misma libertad, que no se nos prodiga igual, queda en ti otorgarla a tu hijo.
- En ese caso, el mal será azaroso e impredecible si busca aniquilarte, y el bien quedará sujeto a tu sola voluntad y la ajena y por ello mismo débil; dependerá de tu constancia alimentar su fuego y aquí en Mumbay, y entre quienes lo habitamos por derecho propio, serás mal visto siempre, si no asumes tu condición sin condiciones, advierte el anciano.
- ¿Y más allá, hasta donde mi propio esfuerzo y tu bendición puedan conducirme, lejos de aquí?, exclama el muchacho ante lo que a su oído parece ser, más que una retracción cruel, una clara ambivalencia.
- ¿Conoces, o puedes siquiera imaginar el dolor que produciría a tu madre…? Cuando menos, espero lo intuyas.
- ¿Y si mi propia madre te lo pide, si es ella quien, como yo mismo, te lo ruega?, dice de pronto como impelido por un impulso centrífugo, al retornar a un punto ciego e inercial.
El viejo voltea, ve a su esposa y se rinde a la evidencia de que su decisión no es única ni definitiva. Reconoce con gratitud la permanencia constante de esa mujer a su lado, honrando a diario su voluntad como propia y bendiciéndolo con un hijo, pero también que su fidelidad no incluye a la prole cuyo destino deben cuidar, compartido o ausente.
- Y más allá, en sentido contrario al del viento para que los dos sepamos a su arribo algo tuyo una vez te alejes, todo queda a tu libre albedrío… y con mi bendición, murmura en su intento de apagar el llanto al saber que esa puede ser la última vez que se vean. Eleva la vista para apreciar mejor el faravahar, y busca ahí la fuerza que le falta acopiar ante lo inevitable, decidido a pasar el resto del día dedicado a orar afuera y lejos de su dakhma.
Su mujer entiende mejor que él y su hijo juntos la premura de ambos al pedirle auxilio en los preparativos para que éste parta y, tras despedirlo, continúa enmudecida horas después de cuando con los ojos no alcanza ya a ver nada más que los últimos rayos del sol ocultarse, atrás de la huella sinuosa del angosto sendero que conduce al cercano mar.
Al avistar esa porción de playa hacia la carretera, sabe que el chico distingue a la perfección entre la ilusión de lo verdadero, la ilusión, y lo verdadero. El que fue hasta entonces su pequeño mundo está provisto de ambos, y le dio la última lección al permitir que su vida se le revele, de repente, diferente en todo a como la aborrecía. Y ahora la amará, pues podrá reconocerla donde quiera.
Sonríe al pensar que un día lejano valorará su existencia como una sucesión un tanto necia y absurda de acontecimientos, sin ninguna importancia a fin de cuentas para nadie como no sea él mismo, e idéntica a su huella, impresa en la arena húmeda momentos antes de ser borrada por la siguiente ola, frente a ese mar que seguirá todavía ahí por siglos.
Con idéntica fe al hombre al que acompañó toda su vida, está segura de que el grano más pequeño en esa playa puede contener con facilidad y gracia todo lo ocurrido con sus existencias, cuyo valor equivale al del tiempo que les reste, como el de cualquier otra, y únicamente son decisivas, si esto es posible, por su actitud frente a lo ineludible.
Conoce que por los demás, no son distintas a cualquiera: sólo rutinas repetidas cada día por todos sin librarse jamás de la atormentadora sospecha de si a final de cuentas importan, y aún así obstinados en replicarlas, a veces sin ningún cambio y otras rehaciendo las normas pues, de todos modos y aunque con distintos efectos o resultados, entretienen, tanto como la sola ilusión de tener el control y poder persistir, pese a los cambios en la atmósfera, que van del sol punzando las alas de los buitres, al monzón.
_oooOooo_

5 comentarios:

QUANTUM dijo...

Muy cierto. Sólo al crecer vemos la vida como una tragedia.

¡Saludos!

marichuy dijo...

Canalla

Lo leo, y lo releo y no hallo cómo enfocar mi comentario. Me queda la idea de que en esta vida, sin importar épocas, mayor o menor grado de 'civilización', más allá de credos o lenguas, sólo se aprende y se aquilata lo fácil o trágico que es vivir, experimentado en carne propia... por más que nos hereden, casi como un trasfusión de savia, consejos, manuales y demás ayudas. O eso me parece a mí.

Un besito

marichuy dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Ivanius dijo...

¿Cómo hacer para continuar siendo, y respetar lo que fue y otros han sido?

Recordando y sembrando, aunque a veces el viento acose y la arena empañe el horizonte.

Después, quedan los trazos.

Bien pintado, Canalla. Casi como estar allí. Abrazo.

MauVenom dijo...

Me dejas pensando (después de leerlo 3 veces) en lo que heredamos y lo que adoptamos, lo que las palabras y el ambiente nos obligan a creer es lo que nos toca

me hiciste casi convencerme (y el casi porque soy necio como el carajo) de que aún con el dolor ajeno y propio hay cosas que estamos destinados a concretar

en estos últimos años he dejado de creer en los orgullos heredados

antes, hace mucho, ya había deshechado las cruzadas de familia o raza

pero por un segundo me haces recordar la obligación de la perpetuidad. Por un segundo nada más.

Cautivante tu narrativa.

Abrazo