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31 enero 2011

Buena fortuna.


Los japoneses suelen ir a los santuarios shintoístas para purificarse y, entre otras cosas, consultar con el oráculo (ōmikuji) la suerte que habrá de acompañarlos en lo sucesivo. Se extrae de una caja una varilla al azar que tiene un número inscrito, número que corresponde a un papelito donde está escrito qué tan bueno o malo será el porvenir y algún sabio consejo para mejorarlo o conservarlo. Si la suerte es buena los japoneses se llevan su ōmikuji a casa, pero si no lo es, después de leerlo atentamente, lo dejan atado en el santuario junto a otros que luego los sacerdotes recogen y queman en un rito que intenta eliminar la mala fortuna.
Es eso lo que se ve en la imagen de arriba tomada en Heianjingu, uno de los principales santuarios shintoístas de Kioto: un grupo de japonesas enfundadas en kimonos que con sus colores y estampados recuerdan la próxima llegada de la primavera, y detrás de ellas las ramas de un árbol seco rebosantes de ōmikujis, coloreados especialmente para celebrar la estación, imitando los cerezos en flor.

27 enero 2011

Para salvar el día






Por MauVenom


Observo su rostro en el reflejo del cristal, ve hacia afuera porque el túnel recupera lo que se le va de las manos, lo sé. Entró al vagón y me atrapó en su neblina, tomó asiento para refugiarse en la repetitiva obscuridad de la ventana y evitar a un extraño que podría ser yo. El metro no permite encubrimiento pero nos diluye en un desinterés eterno.

El ácido de sus lágrimas supera mi blindaje y quisiera acabar con el desastre en un acto sobrenatural que en la acritud resulta nulo, busco justificación, no encuentro y mi escasez cancela la entrada a una escena de la no estoy seguro haber querido ser parte.

El invierno avanza con nosotros.

No advierte mi mirada, menos mi corazón inepto que contempla un objetivo de destino trunco cuya rendición la convierte en un fenómeno asombroso.

No supe tocar a la puerta de la casa de cristal, tras las ventanas del vagón llega mi estación y me levanto esperando componer una sonrisa que en jornada regular costaría cara pero que en ese momento pudo haber salvado el día

el mío.

El convoy se fue y sin motivo recordé gente de horas precisas, busqué un reflejo que inventé rápido y vi en esa mujer lejana una imagen próxima y distante. Inevitable pensar en los cómplices que perdemos por  extinguirnos afuera de un cristal. Hay que desparecer en lo que somos lo que fuimos, insisto.

Decidí sonreí de cualquier forma. Nada pude hacer por ella pero aún quedaba yo.



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 Imagen:  Ephemeral Visions


20 enero 2011

El Disfraz del diablo




El disfraz del diablo


La historia de Juan Palomete es la de un descenso hacia las profundidas de la vida. Sin embargo, pudo haberlo evitado.



El gran problema de Juan, fue siempre el cigarrillo. El vicio comenzó de joven, cuando todavía no había pisado los quince años.


Para los veinte, fumaba alrededor de cuarenta cigarrillos por día. A los treinta, unos sesenta.
Cuando alguien le preguntaba la edad, debía mostrar el documento de identidad. Nadie le creía los "treinta y dos" que afirmaba tener.


La piel del rostro resquebrajada, el cabello ralo, los dientes manchados, el aliento fuerte, las manos temblorosas, los dedos sucios de nicotina, le daban apariencia de hombre orillando los cincuenta o incluso más.


Aquel que lo conociera, difícilmente podía imaginarse a Juan sin un cigarrillo encendido. Ya sea sosteniéndolo entre sus dedos, colgando en la comisura de la boca o apoyado en un cenicero, cerca de él.


Cuando las leyes antitabaco se pusieron de moda y fue obligación respetarlas, se vio obligado a dejar de fumar en la oficina. Esto motivaba que cada cinco minutos bajara por las escaleras, saliera a la calle y se encendiera un cigarrillo.


Volvía con el espíritu renovado, aunque tosiendo, como era costumbre. La tos era tan característica como el cigarrillo mismo. Podía saberse cuando Juan subía las escaleras por el sonido repetitivo de la tos, que por más que quisiera ocultar bajo dorso del brazo, llegaba a oídos de los demás.


No era bien visto que por querer fumar, dejara tanto su puesto de trabajo. Tuvo varios llamados de atención por ello y dado que su actitud no variaba, terminaron echándolo.


Con el dinero que le dieron de indemnización, puso un pequeño comercio, una especie de bazar. Pero no tuvo éxito. Su insistencia en atender fumando, con el cigarrillo colgando de la boca, lanzándole inconscientemente el humo a sus clientes, hizo que de a poco nadie ingresara al local comercial.


Debió cerrar. Se las ingenió para idearse un puesto de venta ambulante, con el que alternaba en dos o tres esquinas de la ciudad. Allí nadie podía recriminarle que fumaba, al menos estaba al aire libre.


Pero una colilla mal apagada, que arrojó debajo de la mesa que usaba para exhibir la mercadería que tenía en venta, provocó un incendió que acabó con todos sus productos y le produjo quemaduras en sus manos, mientras intentaba extinguirlo precariamente.
Sin dinero, perdió su casa. Por su obstinación con el cigarrillo y el hecho de no dejarlo a pesar de todos los problemas que le había ocasionado, tanto con el trabajo como con su salud, muchos de sus conocidos perdieron la paciencia y se alejaron.
La poca habilidad en sus manos, tras las quemaduras, hicieron que la búsqueda de trabajo fuera un fracaso continuo.


Vagó por las calles varios meses, sin dinero, mal vestido, sin amigos a los que recurrir. Deambulaba por bares, pidiendo cigarrillos a los clientes. Conseguía así no desprenderse de su vicio.


Una mañana húmeda despertó bajo los cartones que lo guarecieron en la noche con una sensación extraña, como si le faltase el aire. Sus pulmones estaban colapsando. Juan atinó a lo único que sabía hacer. Revolvió en sus bolsillos y sacó un cigarrillo arrugado, pero que aún servía.


Con manos temblorosas encendió un fósforo y prendió el último cigarrillo de su vida terrenal. Murió en la segunda pitada, con el culpable de su muerte colgando entre sus labios.
Su cuerpo fue arrojado a una fosa común, en el cementerio local. Sin lápida ni nada que indicase su presencia. Sin embargo, dicen los que visitan el campo sacrosanto que el lugar exacto dónde está enterrado es fácil de reconocer. Es allí dónde la tierra emana humo, en un hilillo poco denso, casi imperceptible, pero visible, sobre todo los días grises, en los que el cielo triste recuerda los fracasos de la vida y el diablo se ríe en alguna parte, feliz de sus actos, contento con sus logros.


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17 enero 2011

Escribo para ti.



Por Lidia


Todavía recuerdo el aroma de tu fragancia el día que nos conocimos.
Todavía recuerdo que ibas vestido con una prenda azul.
Azul que te quiero Azul, no más.

En ese entonces, había aprendido a reconocer a las personas trascendentes en mi vida si el primer día que estuviéramos frente a frente, hubiera algo azul de por medio.

Ya había conocido anteriormente a tres hombres, increíbles, encantadores, que llevaban puesta una playera o camisa azul el día que nos conocimos.

Tú fuiste el cuarto.
Y dado que mi número favorito es el 4, realicé todo tipo de especulaciones acerca de las señales del orden cósmico.

Nunca pensé que serías alguien de quien yo llegara a enamorarme, pero supe desde ese momento que serías alguien trascendental en mi vida.

Creí que serías una aventura de una sola noche, un lindo recuerdo para alimentar mi alma y darme elementos necesarios para autosatisfacerme en mis noches frías y solitarias.

Pero no fue así.

Eras tan irresistible y arrebatador, que podría jurar que no hay mujer que te haya besado que no se haya enamorado de ti.

Contigo aprendí a no jugar con fuego.
A no creer en mi capacidad de control sentimental y emocional.
A no creer más en tontas y ridículas coincidencias que me hicieran pensar en mensajes celestiales.

Alguna vez me dijiste: "Eres como mi mejor amiga, a quien le cuento todo de mí y además a quien puedo besar.".

Yo fui feliz esa tarde, porque entendía que además de nuestra increíble empatía intelectual, yo que no soy una mujer estética, te incitaba a la lujuria.

Tú que iniciaste viéndome como una mujer más de tu lista, me fuiste tomando aprecio y cariño, los cuales forman parte imprescindible de mi vida en este momento.

Yo que inicié viéndote como una coincidencia numerológica, me fui obsesionando con tu virilidad y soñando con tus caricias efímeras, las cuales forman parte de mi vanidad femenina y de mis sonrisas idiotas mientras voy por la calle.

Pero hoy sé que tú no necesitas el placer que yo te pudiera ofrecer.
Tú necesitas a la amiga confidente y empática.

Yo necesito tu amistad, pero de igual manera necesito el placer que me haga sentir plena como mujer.

Aunque no me lo digas para no herirme, sé que no soy tan buena o explosiva como las demás mujeres que comparten tu cama, pero me queda la satisfacción de saber que: "Nada envidio a la voracidad de tu amante más letal, ella espera tu fatalidad, yo pretendo lo inmortal....".



Tú que no sabes de la existencia de este diario, no sabrás nunca cuántas letras, sueños y fantasías te dediqué.

Ésta es la última carta que escribo para ti.

13 enero 2011

Amor Volátil

Por Mara Jiménez


Es curioso… mi amor por ti desapareció con tu exhalación final.

Ahora, observando tus despojos sobre mi lecho, me parece increíble haberte amado tanto. Claro está, me quedan los recuerdos de la pasión, aquellos días eternos que pasaba imaginando la noche contigo. Contigo tan perfecta, tan dispuesta siempre, tan discreta, tan amoldable.

Si te miro a través del humo de mi cigarrillo, pareces un sueño que nunca existió, una invención perfecta de mi mente que cobraba vida bajo el peso de mi cuerpo. Tu mirada azul, siempre atenta a mis ojos, y tu silencio inalienable se prendan en mis recuerdos para siempre, remarcando mi soledad.

No tenía intención de hacerte daño. Era inimaginable que después de todo placer que fuiste capaz de darme, te desintegraras por algo tan insignificante, que fueras tan frágil. Fue mi anillo de bodas el que te mató. Se quedó enterrado en ti, y no lo soportaste. Sin embargo, emitiste aquella exhalación final con la misma sutileza con la que viviste. Me llenaste el rostro con tu aliento y te perdí para siempre.

Ya encargué otra muñeca inflable al fabricante… pero una distinta. Como tú, ninguna.















10 enero 2011

Amantes Secretos



Mariposas apareandose debajo de unas hojas.

DSLR -A 100 Sony F/6.3 1/125SEC. ISO-160

06 enero 2011

Aroma de año

por Ivanius

El año nuevo
huele a especias frescas,

a nuevas alegrías,
a recuerdos soleados,
a presencias tibias,
a sonrisa de niño
y ojos iluminados.

Silencio mediodía:
hora nona, recuerdos.
Paciente espera,
cine con golosinas,
cómplices compañías,
nostalgias de familia,
mil presencias...

Vocabulario chusco,
chistes viejos,
anécdotas manidas algo nuevas,
abuelos que sonríen,
nietos que juegan,

café y juegos de mesa,
tonterías.

Cierra los ojos;
recibe un minuto.

Pasa un instante pa' que haya otro.
Adiós, tiempo;
hola al nuevo segundo,
llegado para mí y para todos.

Si fuiste, abrazo;
si llegas, un abrazo.
Si has de llegar, te esperará un abrazo.
Abrazo siempre, para siempre abrazo
que es sólo asir el tiempo con las manos.

"Aroma de año", poema de Ivanius. Texto © Chanchopensante.com Imagen tomada de Wikimedia Commons.